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Martín Caicoya

Valor y precio

Decía Oscar Wilde por boca de Lord Henry:” hoy la gente conoce el precio de todo y el valor de nada”. Disculpaba así su retraso por haber tenido que regatear por una pieza de brocado antiguo.

Le esperaba Dorian Gray que poco antes había dicho: “Nunca hablo durante la música, al menos durante buena música. Si uno oye música mala es su deber hundirla en una conversación”. Valor y precio es precisamente lo que los defensores del libre mercado dicen que se equilibra: el valor que da el comprador a la mercancía impone el precio.

Lord Henry consideraba que el valor estaba por debajo del precio reclamado, de ahí su derecho moral al regateo. Porque el conocía el valor, lo mismo que Dorian ¿Es correcto el precio que se paga por el trabajo de Messi? Los que lo defienden argumentan que ese es su valor, que está de acuerdo con el mérito y la contribución a la sociedad.

Imaginemos que Messi hubiera nacido hace 200 años, en el mismo barrio de los mismos padres. Entonces hubiera sido difícil que su talento fuera reconocido, posiblemente ni él lo hubiera conocido y desarrollado pues no había demanda para eso. Probablemente hubiera vivido en la pobreza.

Es el caso de tantos artistas que en vida no fueron valorados y que sus obras alcanzan ahora precios astronómicos. O incluso los que sí lo fueron, pero el valor de su trabajo no estaba considerado y tenían que sobrevivir con los magros pagos que les hacía su mentor y los pocos que conseguía en el mercado. Pongamos el caso de Bach, un gigante de la música.

Supongamos que naciera ahora y que fuera tan reconocido como lo es, sin embargo su valor monetario no alcanzaría, ni con mucho, al de artistas plásticos actuales más valorados en el mercado. No basta tener talento y que este sea reconocido y admirado. El valor cultural y artístico de Bach es incomparable, por poner un ejemplo, con el de Jeff Koons o Damiel Hirst, pero su precio, si hoy viviera, sería muchísimo más bajo.

Tener la suerte de nacer con talentos que la sociedad aprecia en ese momento no es ningún mérito. Premiar por ello es injusto.

Esa injusticia de nacimiento tratan de resolverla algunas religiones con el mito de la reencarnación. Enseñan que el esfuerzo en esta vida tiene su pago en la siguiente. Así que el que uno nazca en el seno de una familia acomodada y de la casta más alta, la sacerdotal, refleja únicamente los méritos acumulados en las vidas anteriores. El cristianismo lo ve de otra manera.

Es la sabiduría de dios creador la que distribuye los bienes que nuestro limitado entendimiento no alcanza a comprender. Y como explica su hijo y a la vez él mismo, uno debe desarrollar sus talentos. Se impone así una obligación moral que no tiene una recompensa en esta vida, o al menos no es este el objetivo, si no el de alcanzar una vida eterna plena como consecuencia de esa plenitud en esta. Entiendo que no se premiaría, ni ahora ni en la eternidad, al mejor si no al más esforzado. Resuelve de esa manera la desigual distribución del talento y la riqueza que refleja un orden incomprensible para el ser humano.

Así que todo se basa en el esfuerzo. Pero uno no ha hecho nada para merecer los beneficios de nacer en el seno de una familia que sabe cultivar y modelar el carácter. Porque la capacidad de esforzarse reside allí. Algo que se ve como un mérito propio: cuántas personas con notable inteligencia la desperdician.

El carácter es el resultado de la interacción de la herencia y el medio. En suma, refleja la predisposición a desarrollar ciertos rasgos si el terreno es fértil. Ni esa predisposición ni ese medio dependen de la persona en su etapa de formación.

Sí, más adelante, cuando ya tiene las herramientas para elegir o modificar el medio y su forma de apreciarlo. Entonces es cuando se celebra su mérito. Me lo dicen médicos deportivos que cuidan deportistas de élite: tiene todas las condiciones menos el carácter. Y se verifica en la práctica. Cuando dicen esto muchas veces dejan entrever que las condiciones son un regalo pero que la falta de carácter adecuado es responsabilidad suya.

Durante mucho tiempo creímos en la armonía de la naturaleza. Admiramos ese hermoso roble solitario. Pero él no hubiera sido nunca así si en su historia de especie no hubiera tenido que competir con otros por los fotones nutricios. Gasta en tronco para ser más alto y que a sus hojas lleguen más rayos de sol. No hay armonía, no hay pacto: hay lucha.

Ahora, solo en el jardín, cumple con un programa para él perjudicial que nosotros valoramos. La distribución de fuerza y talento en la naturaleza es desigual, lo mismo que el valor. Saberlo nos da una ventaja. Usarla es difícil.

El reto es descubrir los talentos que tengan valor en ese lugar y momento, cultivarlos y recoger sus frutos de manera que los beneficios personales repercutan en el bien de todos.

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