La Provincia - Diario de Las Palmas

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Elizabeth López Caballero

El hombre y la niña

Medía uno noventa y al final de sus días llegó a pesar cien kilos. Tenía los ojos muy verdes y la piel muy marrón. Siempre llevaba un lápiz apoyado en la oreja y un mecánico blanco colgando de la comisura del labio, la mayoría de las veces apagado. De manos grandes y dedos cuadrados llenos de callos que cuando acariciaban a alguien hacían un ruido eléctrico. Le gustaba madrugar. Bien tempranito salía a comprar el periódico, el pan y a veces hasta churros. Luego se sentaba en su sillón favorito, de su habitación de la casa favorita junto al tallero de piedra que él mismo construyó con las manos grandes de dedos cuadrados llenitos de callos, y que diseñó con el lápiz que siempre llevaba a lomos de su oreja, quizá para trazarse el mapa de su vida, quizá porque le gustaba dibujarse otra realidad. Cuando se sentaba en el sillón, junto al tallero, con su mecánico blanco, su buchito de café y el periódico llamaba a “la niña”.

La niña ya sabía cuál era el ritual de ese pacto tácito que se había tejido entre ellos. Entonces cogía un trozo de papel y una cera de color que también llevaba en la oreja para imitarle y se tumbaba en el suelo, boca abajo, con las piernas dobladas con las plantas de los pies hacia arriba y moviéndolas al son de la jiribilla de sus ocho años. La niña tenía el pelo castaño claro y siempre enredado. La boca sucia de comer chocolate y a pesar del burdo intento de limpiársela con el dorso de la mano, lo único que conseguía era extenderse a lo largo del cachete un cerco negro y pegajoso. Le faltaban dos paletas y era flaca como un guirre. Tenía los ojos muy grandes o eso le decían las vecinas “Mira, tú, la chiquilla, tiene más ojos que cara” y a ella le hubiese gustado contestar parecido a la abuela de caperucita “que sí, que era verdad, pero que no era para verlas a ellas mejor, que eran muy chismosas, sino para mirar bien todas las cosas que había en el mundo” pero no decía nada, solo las miraba haciendo fuerzas para abrir mucho más los ojos y que se le hicieran un montón de grandes. No decía nada porque al hombre no le gustaban las niñas contestonas. Entonces el hombre leía con la laringe ronca. Con las cuerdas vocales roncas. Con la voz ronca del ron y del mecánico blanco y la niña con un trazo tembloroso recién adquirido iba dándole forma en el papel a aquello que suponía entender que le dictaba. Y el hombre creía leer para la niña y la niña creía escribir para el hombre. Y el hombre pensaba que así la niña no tendría faltas de ortografía y le saldría muy lista y la niña escribía las letras separadas, unas más arriba, otras más abajo y algunas no le daba tiempo de escribirlas porque aunque el hombre leía despacio ella escribía aún más despacio. Cuando la noticia se terminaba él cogía el papel, lo escudriñaba, se acariciaba la cara haciendo que sonara como papel de lija porque el hombre se afeitaba todos los días y en seco, se llevaba la mano a la oreja, cogía el lápiz, subrayaba alguna palabra, la escribía de nuevo y le devolvía el papel. Entonces la niña se esforzaba por escribirla bien cinco veces porque en la repetición está el aprendizaje. Y rodeaba bien cada letra y les alargaba el rabo para que se dieran la mano, muy concentrada la niña y mordiéndose la lengua por el esfuerzo. Han pasado más de veinte años y la niña no tiene faltas de ortografía y heredó la manía del hombre de madrugar y de comprar el periódico del que le dictaba noticias y donde ahora ella escribe.

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