La ciudad de Las Palmas de Gran Canaria avanza hacía los seis siglos de vida cumpliendo el próximo jueves, día de San Juan, 543 años de su existencia. Una larga vida que tiene su raíz en la conquista castellana, fenómeno colonizador que definiría su primer crecimiento, pero que en modo alguno dominaría frente a otras culturas producto de su trascendental enclave camino de América y como puerto imprescindible para el negocio con Europa. Una urbe, por tanto, porosa, cosmopolita, y anticipadora de tendencias europeas que llegaban posteriormente al territorio peninsular, ya fuese por la exclusividad de su mercado de consumo debido a las ventajas del puertofranquismo o por un incipiente turismo extranjero que elegía la Playa de Las Canteras -todavía las urbanizaciones del sur de la Isla estaban en la fase de proyecto- para disfrutar de un clima único, y de paso, mostrar a los grancanarios de los últimos años de la dictadura la libertad con la que se vivía en Suecia o Alemania.

Puede sonar a tópico aquello de una ciudad con encanto, con las tartanas recorriendo las calles desiertas y adoquinadas. Pero no lo es tanto si nos atenemos al urbanismo que emerge de la pandemia, puesto en vigor por las exigencias de las enfermedad, determinante en cuanto al requerimiento de la distancia social, los espacios libres para pasear, el retorno de las azoteas, el valor de los patios y los balcones, la luz solar, los corredores verdes, la prevalencia de las terrazas... Los sociólogos lo llaman el retorno a la ciudad tranquila frente a las aglomeraciones, el ruido ensordecedor, el tráfico invasivo, la edificaciones que acaban con la identidad de un barrio o las grandes parques comerciales. Las Palmas de Gran Canaria debe trabajar sobre parámetros que mejoren el bienestar social de sus ciudadanos, dejando a un lado otros intereses que la Covid-19 ha convertido en secundarios.

Lejos quedan las épocas con grandes carencias en el transporte público, disfunciones en el suministro de agua, chabolismo o altas tasas de analfabetismo. Las primeras corporaciones municipales de la democracia tuvieron que hacer frente a un atraso dramático, espoleadas por un movimiento vecinal muy politizado, pero que contribuyó a articular prioridades y soluciones. Las Palmas de Gran Canaria de finales de los setenta y principios de los ochenta tiene que afrontar un importante crecimiento poblacional, derivado en su mayor parte del éxodo desde las zonas rurales a la búsqueda de empleos en el sector de la construcción o en el Puerto de La Luz, unas familias que fueron a parar a barriadas de Ciudad Alta o el Cono Sur sin equipamientos y con un aprovechamiento especulativo del suelo, o en su defecto, a viviendas de autoconstrucción ilegales sin servicios públicos de luz y agua ni conexión con las redes de alcantarillado.

El desarrollo de los noventa con actuaciones como la Circunvalación marcan un tiempo de bonanza en el capítulo de las inversiones públicas, un objetivo, por otra parte, siempre minimizado pese a la población que acoge el municipio, no sólo la empadronada sino la flotante debido a la condición turística del mismo, a su consideración de núcleo administrativo y a la atención sanitaria, cuestiones que provocan una entrada y salida permanente de habitantes de las otras Islas. Pero el reconocimiento de un evidente progreso frente a un pasado calamitoso no puede llevarnos a obviar, sin ir más lejos, que una parte del territorio municipal está ocupado aún por infraviviendas producto de un planeamiento deshumanizado, donde escasean los espacios libres y comunitarios, las aceras, desconectados del transporte público y con casas de dimensiones que no contribuyen a la convivencia familiar.

Las Palmas de Gran Canaria opta a los fondos europeos Next Generation con 300 proyectos por valor de 1.200 millones de euros, una propuesta para generar empleo y riqueza en la capital a través de iniciativas enmarcadas en la economía verde, desde la digitalización de la administración pública pasando por la forestación y las energías renovables, hasta las llamadas infraestructuras azules vinculadas al mar. Bienvenido sea la inversión de la Unión Europea, pero el Ayuntamiento no debe olvidar, como hemos señalado, que en el municipio existe una periferia que reclama atenciones básicas que no pueden ser aplazadas de manera sistemática. Los politicos, sean los que sean -no es un plan que se pueda desarrollar en uno o dos años- tienen ante sí el reto de resolver expedientes de ese pasado desarrollista, pero con los requerimientos que establece ahora la UE para la recuperación. No se pueden crear ciudadanos de primera y de segunda, en definitiva, un urbanismo que ahonde en las desigualdades en el acceso a la educación y la cultura, o en la oportunidad de obtener un trabajo.

La inyección de fondos europeos para regenerar Las Palmas de Gran Canaria nos pone ante la tesitura de una administración ágil y transparente, descentralizada y accesible, capaz de fiscalizar el empleo del dinero y la calidad del servicio o la obra. Hay que acabar con el espectáculo de adjudicaciones que no llegan a buen fin, con empresas que superan los plazos acordados y con sobrecostes que recaen en los ciudadanos. Bruselas vigilará la pulcritud de los compromisos, así como su cumplimiento, mientras a las instituciones les corresponde contar con una gestión acorde con su ambición para evitar la frustración o el enfado de los ciudadanos.

La celebración de los 543 años de la ciudad llega con el anuncio de que optará a la candidatura de la Capital Cultural Europea 2031, como lanzadera para la transformación de Las Palmas de Gran Canaria. Obtener este grado de excelencia sería una noticia extraordinaria, pero también la asunción de que le espera a sus promotores un trabajo arduo que haga competitiva la candidatura. El municipio se la juega tratando de elaborar una propuesta capaz de transmitir una historia y cultura compleja, pero, como decíamos al principio, de una singularidad sin fisuras en el contexto de la UE. Sin duda alguna, la idea constituye una motivación plena para superar la recesión económica en la que nos ha sumido la pandemia, un empuje para acometer proyectos de calidad, no tanto por su carácter icónico, sino por su aportación a la mejora de la vida de los vecinos.

El ciclo de grandes cambios que se nos viene encima debe ser generoso con las identidades que conviven en Las Palmas de Gran Canaria, no sólo evitar que sus riquezas culturales desaparezcan o agonicen, sino también proteger modos de vida urbanos que se han conformado décadas tras décadas, otros de forma más reciente, a los que hay que mimar para frenar una indeseable homogeneidad social. En 543 años de vida han cambiado y desaparecido muchas cosas, como no podía ser de otra manera, pero hay constantes que se han mantenido y que nos distinguen, malas y buenas, En el reconocimiento de las mismas está el llegar o no a buen puerto.