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Higinio Marín

Observatorio

Higinio Marín

El miedo cambia de dirección

El miedo cambia de dirección.

Una de las razones por las que resulta tan difícil definir nuestro tiempo y sus cambios es porque la historia del hombre ha pasado de moverse a un ritmo casi geológico, con cambios a través de largos periodos, a moverse a escala casi atmosférica con transformaciones casi tan veloces como las del clima. El ritmo de cambio de la tierra no solo es más lento que el de la atmósfera, sino que permitía sentir a los hombres de otros tiempos que su mundo estaba hecho de tierra firma. Nosotros apenas podemos anunciar un cambio cuando ya se ha mudado a su vez.

Las épocas se definen por el miedo que las polariza. En Europa occidental el miedo al hambre, a la peste, al islam, a la maquinización, al comunismo, al colapso ecológico. Cuando ese miedo global cambia una nueva fase de la historia política o cultural se abre. El miedo a las pandemias puede suponer uno de esos cambios, o, por lo menos, formar parte de un proceso de cambios que reformulen nuestra situación y, a la larga, nuestra época.

La definición negativa que el miedo confiere a las épocas es, muchas veces, más efectiva que la que se sigue de los ideales que se admiran y proclaman, entre otras razones porque el miedo –si es suficientemente predominante– selecciona los bienes y los ideales que nos parecen mejores.

Entre los cambios que la pandemia ha traído y que causarán transformaciones de importancia, caben destacarse las nuevas direcciones a las que nos empuja el miedo. Antes de la pandemia el miedo era aislacionista, segregador y nacionalista. Lo hemos visto colaborando para consumar el brexit, levantar muros, blindar fronteras y enfrentarse a la globalización con ímpetus proteccionistas.

El impacto inicial de la pandemia con el cierre de fronteras, la suspensión de las comunicaciones y la necesidad de asegurar recursos estratégicos mediante producciones nacionales, parece reforzar muchas de esas tendencias. Y así ha sido mientras la presión epidemiológica se ha mantenido sin solución a la vista.

Sin embargo, a medio y largo plazo tales restricciones a las comunicaciones no son sostenibles y los tráficos de personas y mercancías impondrán la necesidad de garantizar no solo la propia seguridad sino la ajena. La pandemia nos sitúa en un escenario nuevo, tanto en términos de salud pública como económicos: nadie está del todo a salvo hasta que todos estén a salvo.

El miedo, dice Hobbes, es el temor a un daño probable. Pero cuando ese daño parece evitable, y el propio miedo empuja a enfrentarlo, entonces se le llama coraje. Pues bien, nuestra situación nos impone una sola dirección para consolidar la solución que las vacunas pueden significar: vacunar a todos. De ahí que la cooperación internacional se vaya a convertir en asunto de seguridad nacional. Ciertamente, el miedo seguirá impulsando al aislamiento como protección, pero con un coste tan alto en términos económicos que la necesidad de restablecer las comunicaciones impondrá la colaboración.

Ciertamente, el miedo seguirá impulsando al aislamiento como protección, pero con un coste tan alto en términos económicos que la necesidad de restablecer las comunicaciones impondrá la colaboración

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La situación en Brasil o en la India y el temor a que nuevas variantes echen por tierra el efecto de las vacunaciones es una emergencia de primera importancia, y convierte definitivamente la salud pública mundial en asunto doméstico. No hay solución perdurable que no sea también una solución global. De manera que la debilidad de las infraestructuras en grandes regiones y estados del planeta se nos ha convertido realmente en un problema local, que ningún organismo internacional podrá suplir sin el desarrollo económico e institucional de esas comunidades. Por primera vez, su pobreza ya no los mata a ellos solos, sino que amenaza con matarnos a los demás. Así que la pobreza y el subdesarrollo han encontrado en el orden biológico la necesidad de la colaboración mundial de los prósperos que la ética no había sido capaz de causar, no al menos con la suficiente eficacia.

Seguramente, el cambio más decisivo al que asistimos es que el miedo individual y colectivo se ha hecho cooperativo y mundialista. Así que de repente las imágenes de las favelas brasileñas o de las aldeas indias nos producen miedo y no solo pena o compasión como hasta ahora, y eso en el mejor de los casos. No es que nos sobrecojan las penosas condiciones que la pandemia produce en esos lugares, es que nos tememos que nuestra propia suerte está amenazada por esa indigencia.

Los latinos llamaban suerte al lote de tierra que le tocaba a cada cual en el sorteo de los territorios conquistados. Los consortes eran los que recibían el mismo lote. Pues bien, el mundo se ha convertido en el lote de los que corremos una misma suerte ante las pandemias, y su temor ha explicitado nuestro consorcio como especie con una fuerza que nada había conseguido antes. Ese miedo va a hacer más por la formación de la conciencia de la humanidad como una unidad de destino que todas las buenas razones que nos dábamos.

Sin embargo, si ocurre así no será porque unánimemente empujemos en esa dirección. Muy probablemente, el miedo arrastrará a muchos en direcciones opuestas que intentarán convertir a esas regiones en guetos semicontinentales, desde los que no se podrá viajar a las regiones seguras, es decir, prósperas del planeta. Y seguramente habrá formas nuevas de xenofobia sanitaria. Pero, por masivo que fuera ese movimiento, no se tratará más que de muchedumbres caminando en sentido contrario al rumbo de un iceberg, porque la única solución a nuestro miedo es que los pobres del mundo estén también a salvo.

Y no sería la primera vez que ese movimiento acelerado con la fuerza del miedo se convirtiera en el ideal que defina positivamente a nuestros años. Sería algo tan antiguo como aquello de convertir la necesidad en virtud. De hecho, a los hombres se nos da mejor convertir las necesidades en virtudes que comprender las virtudes como necesidades. Puede ser que, a este respecto, la historia nos conduzca hacia donde no habríamos ido por nosotros mismos.

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