Recién iniciado el verano llega también mi cumpleaños con incuestionable puntualidad y lo cierto es que, desde hace más de medio siglo, me acompaña la misma ilusión por celebrar esta fecha, a pesar de que mi entusiasmo resulte, en ocasiones, incomprensible. Desde luego, no será porque no me afane en explicar que la otra alternativa a soplar velas es indudablemente peor. Sin embargo, no siempre triunfo en mi empeño. Y bien que lo siento. Tal vez sea porque ahora se impone la denominada gerascofobia como patología propia de estas caprichosas sociedades del Primer Mundo. Ese miedo a envejecer suele sustentarse en una serie de suposiciones, aunque no siempre acertadas, de lo que ocurre a medida que las personas van cumpliendo años. En algunos casos, se manifiesta como una cierta inquietud sobre lo que será de ellas con el paso del tiempo. En otros, deriva en un verdadero miedo irracional a hacerse mayores, a acumular arrugas, a padecer una posible discapacidad, a quedarse sin dinero o a sufrir soledad y aburrimiento. Sea como fuere, existen numerosos mitos sobre el envejecimiento que pese a ser, como mínimo, cuestionables, han calado en la sociedad generando estereotipos, prejuicios y conceptos erróneos que conllevan un sinfín de sentimientos negativos.

Vale la pena poner el foco en los más habituales. Se afirma, por ejemplo, que los mayores tienen formas de pensar anticuadas cuando, en honor a la verdad, tampoco todos los jóvenes piensan de modo uniforme. Otro comentario muy recurrente se centra en la inevitable pérdida de memoria. Sin embargo, ser anciano no impide por sí mismo poseer una mente lúcida ni equivale a experimentar demencias seniles o deterioros cognitivos. Con frecuencia se alude también a la genética como herencia inexorable, pero la realidad indica que la salud y el bienestar dependen de los hábitos de vida saludable, una tarea estrictamente individual. Por otra parte, jubilación no es sinónimo de inactividad, habida cuenta que no tiene por qué acarrear una merma de la creatividad y puede orientarse, sin ir más lejos, a la realización de gratificantes tareas de voluntariado.

Resulta igualmente paradójico con qué ligereza se entroniza socialmente a la juventud como un valor per se, a la par que se asocia la senectud con la amargura, por más que esté comprobado que los ancianos se recuperan antes y de mejor manera de las pérdidas y las tristezas, demostrando que no es tanto cuestión de edad como de actitud. Volviendo a la cruel cronología, recientes estudios sociológicos establecen que los varones pierden su atractivo cuando cumplen cincuenta y cinco años. Hay que ver cómo afinan los expertos en materia de atracción sexual. Ahora bien, a cuenta de esta patochada todo parece indicar que, tanto hombres como mujeres, estamos perdiendo el norte en mayor o menor medida. De entrada, nosotras salimos derrotadas en la comparación porque, para cuando el medio siglo llama a nuestra puerta, llevamos como mínimo tres lustros luchando a brazo partido en pos del imposible de la eterna juventud. Y no seré yo quien critique el respetable deseo de lucir una buena imagen. De lo que me quejo es de la desproporción en la que caemos en ocasiones, ya que no existe lucha más estéril que aquella que nos enfrenta al ya citado paso del tiempo.

A menudo recuerdo con emoción que, cuando era una niña, las madres nos esperaban a las puertas de los colegios con sus surcos, sus lorzas y sus varices, pero a mí me parecían, cada una a su estilo, siempre maravillosas. Porque los ojos se pueden operar, pero la mirada no. También los labios, pero no el discurso. Lo más inteligente, además de  cuidar nuestro aspecto sin caer en el exceso, sería afanarnos en mimar nuestro interior que, aunque no se ve, está ahí y nos va a acompañar el resto de nuestra vida. Sospecho que todos resultaríamos mucho más atractivos y, además, reconoceríamos el inmenso privilegio que supone seguir sumando vueltas al sol.

www.loquemuchospiensanperopocosdicen.blogspot.com