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Ángel Tristán Pimienta

Tenerife, el mago Pantopín y la estadística

No digo que en las instituciones y en buena parte de la población de Tenerife se haya instalado el negacionismo, como si tal cosa fuera una novedad en España y en buena parte de Europa, América, África, Asia y Oceanía; precisamente en esa parte en que han abundado los descreídos y se ha impuesto la frivolidad de creencias sin fundamento a las fundamentadas en la ciencia.

En varias ocasiones el alcalde de Santa Cruz de Tenerife y el presidente del Cabildo han declarado cosas que suenan a «en fin, las medidas no sirven para nada». No podrán decir, sin embargo, lo que dijo Winston Churchill sobre eso de que a veces uno se tiene que tragar lo que dijo. «A menudo me he tenido que comer mis palabras, pero he descubierto que eran una dieta equilibrada».

El problema es que no hay muchos casos churchillianos, seamos sinceros. No son frecuentes los discursos que contengan ideas, razonamientos bien hilvanados y proposiciones serias y si hiciera falta en el convento, a contracorriente.

En el mundo pandémico el primer problema es que no se acaba de asumir la gravedad del asunto. Una gravedad histórica de verdad, solo comparable con la devastación que causó la gripe mal llamada española –porque surgió en Kansas, EEUU– en 1918. Tampoco la gente ha evolucionado mucho en su reacción ante la catástrofe sanitaria y las medidas de contención, necesariamente proporcionadas a la movilidad, transmisión y efectos del virus. Gobernadores civiles y alcaldes tuvieron que esforzarse mucho, mediante bandos, edictos y la Guardia Civil, para imponer la cordura y que, por ejemplo, se usaran las mascarillas siempre.

Ha pasado un siglo, y en esas seguimos estando. Charles Darwin seguro que nos daría una fundada opinión al respecto sobre estos paréntesis, o burbujas, en la evolución de las especies.

Puestos a decir disparates se dicen en todas partes. En Madrid, Isabel Díaz Ayuso ya no sabe qué decir, excepto que Sánchez tiene que dimitir. Hay un dato cierto: ha subido el consumo de cañas a la madrileña, pero la capital de España no presenta un balance acorde con los medios de que ha dispuesto. Aunque hay opiniones sobre las distintas vacunas, algo que con seguridad no funciona es el parloteo.

En Canarias la situación es la siguiente: Baleares y Canarias tenían todos los boletos para que Reino Unido las considerara «zonas seguras» para vacaciones. Y, en efecto, Boris Johnson ha levantado las barreras para ir a Baleares, pero las mantiene para el Archipiélago canario. La clave está en los datos, persistentes, de la isla de Tenerife. Las cifras del pasado viernes 25 son representativas de una secuencia de semanas: Contagios en Gran Canaria, 26; en Lanzarote, 5; en Fuerteventura 17; en Tenerife ¡134!; en La Palma, ninguno; en La Gomera 1 y en El Hierro nada.

La pregunta que se hace todo el mundo –el mundo que nos interesa– es qué pasa en Tenerife. Porque, además, y como es natural, lo que le ocurra a Tenerife pandémicamente hablando, concierne a las demás islas. Es el clásico ejemplo caricatura de lo estadístico: si un comensal se come un pollo y un amigo le mira, cada uno se ha comido medio pollo. Volver a los días duros del confinamiento, aislando a Tenerife, con prohibición de entrar y salir sin acreditar la vacunación no puede ni siquiera estar en el horizonte.

La pelota, o mejor dicho, el virus, está en el campo de juego de las autoridades tinerfeñas y de los tinerfeños en general. Y de esos lobbys que tantas veces predicando un bien excepcional han ocasionado un mal a medio plazo, como ocurrió con la ley de Aguas y los famosos paraguazos de los reaccionarios.

El camino más largo empieza con un primer paso, pero al ser largo el trayecto como su propio nombre indica, hay que dar muchos, hay que cansarse, y hay que tener perseverancia y determinación. Menos mal que la moda de los paraguazos ya pasó, porque habría serios candidatos a esta distinción. Todavía ruedan en las redes sociales (sic) las tonterías que dijo y repitió en La Laguna aquel funcionario simplón orgulloso de su ignorancia sobre las mascarillas y los confinamientos; o aquel cura que en misa pleno lanzó muy sibilinamente la sospecha de que la limitación del aforo en las iglesias, y en los tanatorios, etc. obedecía a una oscura e impía maniobra socialcomunista y laicista del Gobierno de Sánchez.

Como los hechos han demostrado, no hay nada de eso. Lo que pasa es que desde marzo de 2019 la covid se empeña en no morir y en entrar por la más pequeña grieta que se abra en el muro de la razón. En casi todos los países. Y no es extraño que de la mano de las teorías negacionistas y conspiratorias entre también la extrema derecha.

La clave está en aguantar, y si es posible, endurecer las medidas más allá de las recomendaciones; nunca, nunca, procurar lo contrario: abrir el grifo de las excepciones, pedir flexibilidad para actividades que son una caja de Pandora en estos momentos, sucumbir a los cantos de sirenas y sirenos y luego buscar culpables en vez de mirarse al espejo. Sólo falta el mago Pantopín.

Aunque sea pedir peras al olmo, yo le recomendaría a los políticos y a muchos tertuliantes y asesores uno de los mejores libros que se han escrito sobre estos temas: Cazadores de virus, de Greer Williams (Ed. Toray). En Amazon los hay de segunda mano, en buen estado y a buen precio: por cuatro euros se dirían muchas menos tonterías.

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