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Juan Cruz Ruiz

Testigo de calle

Juan Cruz Ruiz

«Yo sé decir hilo e hilacha y mierda pa quien me tacha»

A mi amigo Fernando Delgado, que era locutor de Radio Nacional de España en Tenerife, lo obligaban en aquella emisora, y en cualquiera en la que hubiera estado entonces, a pronunciar el español peninsular. Era una orden superior, no era una ocurrencia de sus jefes. Como no estábamos en Inglaterra, donde la BBC obligaba a un inglés estándar a sus profesionales, aquí la norma la dictaba, valga la redundancia, la dictadura de la lengua, que provenía de la Península y obligaba a todos los que hablaran por la radio y la televisión (cuando vino) a utilizar lo que estúpidamente se suele llamar la lengua de Cervantes, cuando en realidad era (y es, o podría ser) la lengua escrita de Cervantes. Los canarios, ya se sabe, y yo lo supe sobre todo leyendo El genio de la lengua, el espléndido ensayo de Álex Grijelmo, tenemos un acento propio, que es combinación del viaje de ida y vuelta que hizo desde Cristóbal Colón esta lengua que, de una manera u otra, hablamos más de quinientos millones de personas en todo el mundo.

Aquella confusión entre acento y lengua, que impuso en España el franquismo que mandaba en todas partes y también en la conciencia de la lengua española, producía odiosas comparaciones cuando venía de los burlones que te reprochaban, como si fuéramos ignorantes, que dijéramos sapato en lugar de zapato. Poco a poco, con consecuencias no siempre ilustres o consideradas, esas bromas se fueron atenuando, así como las obligaciones dictatoriales sobre el uso, en radio o televisión, de la que podríamos llamar la lengua dicha oficial. Al final esas bromas que se hacían de nuestra manera de decir propia desaparecieron del mapa, y sólo los estúpidos siguen pensando que entre el español peninsular y el español canario hay otra diferencia que la manera de hablarlo, común por otra parte en la inmensa mayoría de los hablantes del idioma que también usó como quiso Miguel de Cervantes Saavedra. Y ya que hablamos del español de la Península: esa identificación absoluta de la norma que hizo decir a Fernando Delgado zeta donde poníamos ese es otra de las estupideces que no se anulan con la inteligencia del tiempo, pues los andaluces, los gallegos, los extremeños o los catalanes dicen este idioma de maneras muy diferentes, con giros y acentos que no tienen por qué ser comunes, como nos pasa a nosotros. Lo que tenemos que hacer nosotros, me parece a mí, y no solo lo digo sino como una ocurrencia propia, es no presumir de nuestro modo de decirla, sino decirla naturalmente, y, como decía mi madre, ·Santas Pascuas, Madalena».

Así que menos presumir de la lengua que dice cada uno, y sobre todo menos comparar o apropiarse de ninguno de los acentos o características del idioma. Ahora se ha producido en Madrid un fenómeno curioso de apropiación indebida de la defensa de su dignidad supuestamente amenazada. Esa idiotez en forma de decreto tiene su origen en al gobierno regional de la Comunidad de Madrid que preside la muy peculiar Isabel Díaz Ayuso. Obligaba por la presidencia de su partido, el Partido Popular, a acoger en su lista electoral al valenciano Toni Cantó, actor que, metido en política, ya ha estado en todo el espectro de la derecha, la citada presidenta regional impuso la teoría de que en España está en peligro el español que ella ama y puso de escudero de su pasión al citado actor que también es militante de la misma tontería.

El escándalo ha sido mayor en todo el país, hable como hable, y ella lo ha defendido con la matraquilla (que es otra palabra que me legó mi madre) de que aquí hace falta una guerra civil del idioma para que no la deterioren los infieles.

Todo esto es una ocurrencia que será borrada por la lluvia en cuanto se dé cuenta Pablo Casado de que aquella imposición (que había que pagarle a Cantó el favor de alejarse de Ciudadanos) le sale más cara a él que a Díaz Ayuso. Hay comentaristas que sugieren que ésta ha hecho este nombramiento fatuo para molestar a Casado, pero no es bueno decir lo que uno no sabe hasta que lo sepa. En fin. Lo cierto es que ahí está el hombre ya explicando lo que piensa hacer. Y para empezar a desbarrar por la cuesta resbaladiza del idioma común de millones de hablantes ha venido a decir que lleva tiempo pensando (¡tiempo pensando!) en la Fiesta de la Hispanidad y en colocar en ese desfile una imagen del español haciendo el paseíllo. Si ese es el baremo de sus propuestas ya sabemos de dónde viene este gusanillo próspero de su nombramiento, viene de las mismas mentes que obligaban a Fernando Delgado a decir zapato donde siempre dijo sapato, como lo decían Amaranta Úrsula o la tía Julia o los personajes de Rómulo Gallegos o Jorge Luis Borges.

Apropiarse del idioma (de cómo se dice un idioma) es una estupidez marcada por la ignorancia y el desprecio, y llegar a convertir esta duplicación (o triplicación) de su defensa en algo de perentoria necesidad para una comunidad que no es ni mejor ni peor que otras, ni más española por ello, es una ofensa a la razón política, que ni ayuda al partido que la promueve ni al país del que viene. Es, si fuera algo, una ofensa a la capacidad que tiene la lengua española, allá donde se habla, de ser poderosa o bella o lo que sea gracias a sus poetas o a sus estudiosos, y, sobre todo al acervo común que se va consolidando a medida que hablamos o escribimos con cuidado y con respeto un idioma que ya ha hecho tantos viajes (como los que citaba Grijelmo) que no necesita ni cantó ni cantares para sobrevivir de las naturales excursiones que hacen las gramáticas que sobrevivir a los sucesivos asesinatos de la lengua común.

No hace falta Cantó, pero a lo mejor le hace falta a Cantó, ni hace falta ese organismo de defensa de la zeta, ni tampoco es imprescindible obligarme a mí o a millones de hispanohablantes que digamos lo que no decimos naturalmente porque lo digan Ayuso o su porquero. Siempre recuerdo lo que me decía mi madre cuando este hijo suyo, poseído por lo que se decía en la radio y creyendo que este era el dogma supremo, le rectificaba cada palabra que no encajara con aquel canon. «Ma, así no se dice, ma, así no de dice». Hasta que un día me dijo, sosegadamente, «yo sé decir hilo e hilacha y mierda pa quien me tacha».

Muchos años después, leyendo aquel libro de Grijelmo, me di cuenta de cuánta razón tenía mi madre, que en realidad decía un idioma que se ha pasado la vida viajando sin necesidad de grumetes como este que ha colocado al frente del ejército de salvación del español que se llama Toni Cantó, o cantuvo.

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