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Olga Merino

Entre líneas

Olga Merino

Sentido y sensibilidad

Qué alborozo el rescate de María Luisa Bombal (Viña del Mar, Chile, 1910 - Santiago, 1980). Qué placer zambullirse en su universo sensual, plagado de recovecos e imágenes superpuestas como un collage surrealista, qué brillante manera de bucear en el deseo. Así describía un orgasmo femenino: «Su cuerpo me cubre como una grande ola hirviente, me acaricia, me quema, me penetra, me envuelve, me arrastra desfallecida […], y no sé por qué me es dulce quejarme, y dulce a mi cuerpo el cansancio infligido por la preciosa carga que pesa entre mis muslos».

Tal vez su vida excesiva, el mal tino en el amor, eclipsaron el valor de su escritura. Rabiosa por los celos, despechada, disparó a su amante, Eulogio Sánchez, en plena calle con una pistola del calibre 22; no le causó gran daño, pero pagó con la cárcel. Él la perdonó y pudo rehacer su vida en Nueva York. Después, años de alcoholismo.

En cualquier caso, en este viejo hotel estamos que no cabemos de gozo tras la reedición, en Seix Barral, de su narrativa completa: dos novelas cortas (La última niebla y La amortajada) y cinco cuentos, una obra muy breve, como la misma vida, pero profunda y relampagueante. El libro se presenta en una edición muy completa, con ilustraciones de Paula Bonet, cuyo estilo pictórico se aviene de maravilla con los textos: trenzas que son serpientes, una caracola con secretos en su interior, una medusa hecha de agua volátil, inaprensible como el misterio.

Respetada por Borges y el poeta Neruda –él la bautizó como «la abeja de fuego»–, ensalzada por Carlos Fuentes y Gabriel García Márquez, la posteridad prefirió a nuestra amiga Bombal muertita y amortajada, como a tantas otras mujeres del boom latinoamericano, aun cuando en la escritura de la chilena latía potente la savia del realismo mágico desde la primera línea, desde esa difunta que, metida en el ataúd, ajusta cuentas con quienes acuden al velatorio. ¿Por qué tantos años de olvido? ¿Porque escribió poco? Bueno, tampoco Juan Rulfo fue pródigo en tinta y su maestría jamás se discutió. Precisamente falleció este domingo alguien que supo hallar certeras similitudes entre ambos, el escritor argentino Juan Forn: «Los dos hacían hablar a los muertos; los dos lograron lo mismo, una con la niebla y el otro con el calor; los dos bebían como cosacos y los dos padecieron el resto de sus vidas no escribir más». A nosotros nos da igual; seguiremos leyéndolos a los dos en bucle. Lo que dure la eternidad.

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