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Jordi Sevilla

Observatorio

Jordi Sevilla

La (no) reforma de las pensiones

Si hubieran invitado al ministro Escrivá a la foto de la Moncloa con motivo del «acuerdo» de pensiones firmado con los interlocutores sociales a costa de hacer saltar por los aires el Pacto de Toledo parlamentario, tal vez, no hubiera podido desmontar la carga publicitaria de dicho acto al declarar, en una entrevista, que la verdadera reforma estaba por venir. Aunque luego dijo que no había estado muy afortunado al evidenciar que el rey estaba desnudo, muchos de nosotros creemos que la realidad sobre nuestro sistema de pensiones queda reflejada mejor en sus comentarios (los millones de baby boomers tendrán que trabajar más años o ajustar a la baja su pensión) que en el documento pactado que, en realidad, incrementa el déficit futuro del sistema al vincular las pensiones al IPC pero, eso sí, traslada ese mayor déficit sistémico a los Presupuestos Generales del Estado, es decir, a mayores impuestos o a recorte de otros gastos cuando regrese, a partir de 2023, la disciplina presupuestaria europea.

Para lo que valga, todos los expertos, centros de estudios, Banco de España y Autoridad Fiscal, han coincidido en esta apreciación sobre la norma aprobada por el Gobierno esta semana: se trata de una contrarreforma de lo hecho por Mariano Rajoy, pero el verdadero problema de insostenibilidad futura de nuestro sistema de pensiones de reparto, ha quedado prácticamente intacto y desplazado a los Presupuestos Generales en cantidad muy superior a lo que resta por asumir de los llamados «gastos impropios» de la Seguridad Social que, de acuerdo con el Pacto de Toledo firmado en 1995, se han venido traspasando ya al Estado.

Los datos del problema son conocidos desde hace tiempo y se pueden resumir así: en las próximas tres décadas, el número de pensionistas subirá de los actuales 10 millones a 15, con una esperanza de vida mayor y habiendo generado pensiones más altas. Para entonces, el número de cotizantes será de 1,8 por cada pensionista (con una hipótesis optimista sobre la tasa de ocupación) frente a los 3,4 de hoy. De no hacer nada, el gasto en pensiones se elevará desde el actual 10% del PIB, hasta el 16% en 2050, incrementando el déficit del sistema contributivo hasta casi duplicar los 22.000 millones de euros en que se sitúa ahora. Como dato de contexto sobre la brecha ya existente entre jóvenes y mayores, recordemos que la nueva pensión media del sistema general se sitúa ya en 1.560 euros mensuales, cantidad muy por encima del sueldo medio de los trabajadores jóvenes y no tan alejada del salario medio del conjunto del país. Otro dato, en 2011 el Fondo de Reserva de la Seguridad Social alcanzó su máximo, con 67.000 millones de euros acumulados que han desaparecido hoy, absorbidos por los efectos de las dos crisis, la financiera y la pandémica.

Las posiciones sobre el qué hacer ante esta situación se pueden dividir en dos, no totalmente excluyentes. Quienes piensan, como dijo la ministra de Trabajo Yolanda Díaz en una entrevista, que el problema no es de gasto, sino de ingreso, confían en mitigarlo con medidas como las siguientes: elevación de algunas bases de cotización, mayor inmigración (serían necesarios casi 6 millones de inmigrantes adicionales a lo previsto), crecimiento económico y mejoras en productividad, menor fraude y, sobre todo, alzas impositivas para financiar ese mayor gasto vía transferencias desde los Presupuestos en lugar de los tradicionales préstamos que había que devolver. Sobre atajar el problema vía ingresos, algunos cálculos hablan de que serán necesarias subidas muy importantes de impuestos para absorber el déficit de las pensiones, en una lógica que empujará a la fusión final entre los Presupuestos de la Seguridad Social y los del Estado.

Por el otro lado, quienes creen que la esencia de un sistema de reparto es su equilibrio presupuestario (requisito legal en España hasta hace no mucho) señalan, además, que el nuestro hereda dos características perversas que atentan contra la equidad intergeneracional: una baja relación entre tiempo cotizado y años de percepción de la pensión y, sobre todo, una elevada generosidad a la hora de calcular la tasa de retorno entre la primera pensión cobrada y el último salario percibido. De aquí se deduce la necesidad de ajustar también los gastos alargando la edad de jubilación de manera obligatoria, e introduciendo lo que ahora llaman factor de equidad intergeneracional que, en el fondo, significa introducir un recorte en la relación entre pensión y sueldo para aproximarla a la media europea, mucho menos generosa.

Es lo que dijo el ministro Escrivá y brilla por su ausencia en el acuerdo firmado. Y es lo que permite afirmar que lo aprobado esta semana por el Gobierno no mejora la sostenibilidad de las cuentas públicas y aplaza las decisiones más difíciles a la próxima legislatura, como pronto.

Algunos teóricos del cambio social miden la seriedad de los cambios estructurales por el nivel de resistencia que presentan aquellos sectores que ven deteriorada su privilegiada posición como consecuencia de la reforma. En ese sentido, la primera gran reforma del sistema de pensiones que tuvo lugar en 1985, incrementó el período mínimo de cotización de diez a quince años y el número de años utilizados para el computo de la base reguladora desde los dos, que daba lugar al fenómeno conocido como «compra de pensiones» con solo dos años cotizando al máximo, hasta ocho, a costa de provocar una huelga general y la ruptura entre la UGT y el PSOE, entonces en el Gobierno. También ha habido acuerdos sobre los principios de la reforma de las pensiones con el objetivo de garantizar la sostenibilidad de uno de los principales mecanismos de equidad social en España en las últimas décadas.

Las quince recomendaciones aprobadas por el Congreso en 1995 en lo que se llamó Pacto de Toledo fueron ratificadas, también, por las centrales sindicales a pesar de que incrementaba todavía más el periodo de cálculo y consolidaba el mantenimiento del poder adquisitivo de las pensiones. A partir de ahí, las sucesivas reformas, incluyendo la de Rajoy en 2013, con el eco presente del rescate financiero del año anterior y la intervención de los hombres de negro, han buscado equilibrar medidas sobre ingresos, con medidas restrictivas sobre gastos, para asegurar el equilibrio financiero del sistema contributivo de pensiones.

Menos la de ahora, lo que podría interpretarse como prueba de la pérdida de impulso reformista de nuestra sociedad.

Es imposible cruzar un precipicio en dos saltos sin caerse. Hacer la imprescindible reforma de las pensiones en dos partes como ha hecho el Gobierno y ha evidenciado el ministro Escrivá, es muy peligroso porque, además, se pierden bazas negociadoras. Al menos, lo es, para quienes valoramos nuestro sistema público de pensiones y pensamos más en las próximas generaciones que en las próximas elecciones.

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