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Javier Junceda

Opinión

Javier Junceda

Era excepción, no alarma

El confinamiento no fue una mera limitación de derechos, sino la suspensión pura y dura de uno de los principales en cualquier ordenamiento, la libertad, como todos tuvimos la oportunidad de comprobar en primera persona. Lo que el Tribunal Constitucional acaba de declarar no es que nuestras leyes no contaran con instrumentos para obligarnos a quedarnos en casa y ni siquiera asomarnos al patio de la comunidad, sino que el elegido era y sigue siendo contrario a nuestra Carta Magna, y en particular a su artículo 55.1, que consagra que la libertad solo “podrá ser suspendida cuando se acuerde la declaración del estado de excepción o de sitio en los términos previstos en la Constitución”.

Únicamente el estado de excepción lo podía hacer, como reitera el artículo 20.1 de la Ley Orgánica 4/1981 y pocas voces advirtieron tras la lectura en el BOE del decreto ahora invalidado por el Tribunal Constitucional en su parte más polémica. Si encerrarnos en nuestros domicilios era obligado dadas las graves circunstancias sanitarias, el estado de alarma no lo podía hacer, al estar reservadas esas drásticas medidas para el estado de excepción.

Como algunos no dejamos de repetir desde aquellos trágicos momentos, no hay simple limitación de la libertad de circulación cuando a alguien se le prohíbe pisar la calle, salvo para muy contadas actividades, so pena de severas multas o de ingresar en prisión por desobediencia. En esos casos estamos con toda evidencia ante una lisa y llana suspensión de ese derecho fundamental, porque, si no fuera así, ¿cuándo cabría entonces declarar un estado de excepción en estos supuestos, cuando estemos atados con grilletes en nuestra sala de estar?

Sin duda, los remedios legales adoptados en su día fueron genuinos de un estado de excepción que tal vez no se quiso declarar porque suponía decisiones parlamentarias y no del Ejecutivo, pero que en cualquier caso resultaban imprescindibles para salvaguardar la salud de nuestro Estado de Derecho, ahora defendido con rigor por un supremo intérprete constitucional que ha debido sortear para ello presiones políticas y mediáticas impropias de cualquier democracia seria.

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