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Juan Francisco Martín del Castillo

El tropiezo del intelectual progre

Hace mucho tiempo, el intelectual era un erudito a la violeta o, tal vez, un afrancesado, pero ahora recibe otro nombre, si bien, en el fondo, da igual como se llame, ya que lo importante es su grado de indignación. Cuánto más airado, cuánto más enfadado con el mundo, mejor acepta el calificativo de intelectual. Es el moderno intelectual orgánico de Gramsci, el ilustrado crítico con su tiempo y la realidad que habita. Su divisa, «pensar contra el mundo», la lleva hasta sus últimos términos.

Como cualquier crítico de lo real, gusta del análisis, pero bajo unas coordenadas extrañas al hombre común, porque rechaza las etiquetas, aunque, de alguna manera, las sublima. El intelectual progre sólo admite el halago y la recompensa, comenzando por su modo de vestir, totalmente desenfadado, en abierto contraste con su descarada indignación. Vive por y para la boutade, el elogio de la exageración y la desfachatez.

A diario, los vemos en las tertulias televisivas, los soportamos en las entrevistas de los magacines y los ridiculizamos en el desayuno. A ellos, en cambio, les importa un bledo la opinión de los demás, en especial, la de aquellos que no se cuentan entre los suyos. Saben que, al ser una minoría selecta, sólo unos pocos están a su altura intelectual. Intentar comprenderlos es un esfuerzo tanto como un premio seguro.

En este tipo de individuos, se une la personalidad del progre con la de aquel otro que se cree en continua posesión de la verdad. Suelen vestir a la última, puesto que la moda es el elemento que les tributa esa informalidad distintiva del progre desaliñado. Un pendiente en el lóbulo de la oreja, una camiseta convenientemente estampada con el último mensaje venido de las redes sociales, quizás una nota de color. Así se presentan ante el público, dejando constancia de su apuesta personal.

El intelectual progre, aunque no trabaje de seguro en ellos, utiliza los medios como altavoz de su pensamiento. Es habitual encontrar sus colaboraciones en la prensa y lo mismo ocurre con sus opiniones en la televisión o en las charlas de la radio. Sin embargo, donde fluye su talento es en la plataforma del pajarito, el Twitter de los millennials, auténtica correa de transmisión del pensamiento progre.

Hace apenas unos días, me topé con uno en el aeropuerto y lo cierto es que la experiencia fue muy ilustrativa. Parecía que entre él y yo había un mundo insondable compuesto por dos únicos hemisferios. A un lado, estaba un servidor y los que, como uno, luchan sufridamente por discernir qué es lo correcto y lo justo. Y, al otro, estaba él y su enorme ego. Mientras le observaba, su mirada experimentaba el particular embeleso del iluminado, el mismo que sabe que la verdad es de su íntima propiedad.

En sus andares tanto como en la ropa, e incluso en la pose, el ridículo asomaba sin disimulo, pero apenas era consciente de la situación. Como el progre que era, disfrutaba del estrecho contacto de lo políticamente correcto, de la certidumbre de haberse empadronado en el lado oportuno de la historia. Qué más podría pedir.

Yo le seguía con la mirada y hubo un momento en que el personaje, también escritor de periódicos, sintió que alguien le inquietaba en la distancia. Se volvió, pareció reconocerme y con un simple ademán me dejó bien claro que la escritura, el pensamiento, por supuesto lo ideológico y hasta su forma de andar eran superiores a los míos. Y, de improviso, la sorpresa. Mi querido intelectual progre tropieza y rueda por los suelos. Es lo que tiene el vivir para el postureo, más preocupado por la apariencia que por lo que tiene delante de las narices. Sí, señor, la realidad no era lo suyo.

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