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Myriam Z. Albéniz

Desde la sala

Myriam Z. Albéniz

Los polémicos viajes de fin de curso

Recientemente se ha generado una notoria polémica a cuenta de las consecuencias pandémicas provocadas por los viajes de estudios que han realizado no pocos estudiantes para celebrar sus respectivos fines de curso, la mayoría de ellos menores de edad que han contado con el correspondiente permiso de sus padres. La posterior deriva de los acontecimientos ha suscitado reacciones para todos los gustos, entre ellas las críticas hacia el comportamiento de la juventud y también del de los progenitores que han defendido a sus hijos, incluso en situaciones indefendibles.

Abundando en este concreto aspecto, leí tiempo atrás en un suplemento dominical una entrevista realizada a la novelista Isabel Allende, en la que manifestaba algunas ideas que comparto plenamente. En una de sus confesiones se refería al concepto de «familia». No en vano, ella misma había sufrido en sus propias carnes el drama de perder a una hija a causa de una enfermedad. La gran escritora chilena, nacionalizada estadounidense, forma parte de un clan latino muy unido, una especie de tribu de la que ella es la matriarca y en la que sus miembros conforman una estructura de gran fortaleza. Por ello, le resulta muy chocante que en los países sajones mimen extraordinariamente a niñas y niños mientras son pequeños pero, apenas terminan el instituto, les lancen a abrirse camino a toda prisa, ya sea en las Universidades o fuera de ellas, dando así por zanjada la convivencia en un hogar al que sólo regresan, en el mejor de los casos, para celebrar el Día de Acción de Gracias, renunciando voluntariamente a un contacto más personal y de carácter continuado.

Confieso que a mí me cuesta un esfuerzo enorme comprender esas supuestas bases científicas o sociológicas sobre las que algunas culturas defienden que lo más conveniente para el desarrollo de sus integrantes es una rápida resolución de su futuro, preferiblemente -y ahí es donde discrepo abiertamente- lejos de sus núcleos familiares, como si estos constituyeran un lastre para su evolución. Como directamente afectada, me consta que a quienes pretenden compartir con sus hijos algunas horas al día, aunque estén en plena adolescencia, y no renuncian a disfrutar junto a ellos de unas jornadas de vacaciones anuales, se les acusa con frecuencia de intentar prolongar más allá de lo razonable esa mutua necesidad de afecto y compañía. En definitiva, de ir «contra natura». 

Se amparan en la idea de que, a partir de cierta edad, aspirar a una parte del tiempo de ocio de los jóvenes es un disparate que les convierte en el hazmerreír del rebaño. Se olvidan, eso sí, de un pequeño detalle: esos padres que, en ocasiones, les sobran, son los mismos que les financian el transporte, los alojamientos, las entradas para los conciertos o las prendas de moda. De más está decir que admito cualquier opción educativa respetable, convencida de que cada progenitor intenta acertar con el modelo que buenamente ha elegido para sus vástagos, pero desde hace demasiado tiempo percibo con tristeza un aumento de derrotismo y autojustificación por parte de los adultos. Al grito de «ahora las cosas no son como antes» cierran los ojos y cruzan los dedos para que el destino no les juegue una mala pasada. De sobra sé que bregar con adolescentes en plena revolución hormonal que, además, nos sacan la cabeza no resulta tarea fácil. Pero estamos obligados a cuidarles y a velar por ellos, aunque nos cueste más de una desavenencia prohibirles determinadas prácticas o restringir sus horarios de entrada y salida. De lo contrario, les estaremos haciendo un flaco favor que tendrá su reflejo en el futuro. Por lo que a mí respecta, cada etapa vacacional supone una nueva oportunidad para sentirme feliz, por la sencilla razón de que, sin dejar de respetar sus esferas individuales, dispongo de más horas para estar con los míos, para conversar con ellos, para escucharles y para ser testigo de sus silencios. Con independencia de la edad que tengan.

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