La Provincia - Diario de Las Palmas

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Juan Cruz Ruiz

Testigo de calle

Juan Cruz Ruiz

En La Habana cuando no es Juana es la hermana

Estábamos Diego Talavera (uno de mis mejores amigos, a quien ya he citado aquí por otros motivos, exdirector de LA PROVINCIA) y yo en el más bello parque de La Habana, esperando que empezaran a despachar helados en Coppelia, hasta que mi curiosidad me llevó a inspeccionar el final de aquel interminable gentío. Allí escuché un diálogo que sólo se produce en sitios así de ingeniosos. Una mujer le preguntó al vendedor qué pasaba para que hubiera semejante cola. Lo que pasaba era que “ayer faltaron helados y lo que faltaban hoy eran cucuruchos”. La frustrada compradora comentó entonces: “Aquí cuando no es Juana es la hermana”. Esa expresión la escuché muchas veces en mi pueblo, el Puerto de la Cruz, de modo que en ese preciso momento ya sentí que estaba en uno de nuestros territorios verbales y, sin duda, sentimentales, pues la relación que tenemos, y que mantenemos, con la querida isla está basada no sólo en la historia de nuestros antepasados, muchos de los cuales se fueron a Cuba y allí se quedaron a vivir, sino a nosotros mismos, los canarios de nuestra generación, que nos criamos escuchando ese vocabulario que ahora se me reproducía ante la más famosa heladería del mundo.

Ahora que le he pedido a Diego que me refrescara la memoria, he podido recordar muy nítidamente otro de los sucesos de aquella mañana en Coppelia. Nosotros pagábamos en divisas, de modo que no teníamos que cumplir esa cola sin fin, así que cuando finalmente pudimos comprar los helados en sus cucuruchos expresé mi extrañeza porque en todas las ventas nos dieron, además del helado, un vaso de agua. “Es que el helado da sed”, explicó la dependienta.

Era septiembre de 1991. Se había desintegrado ya la URSS, había caído el Muro de Berlín, y en Cuba se había instalado el Periodo Especial en Tiempos de Paz, como lo llamó Fidel Castro. En aquellos tiempos la inquietud era tan grave como el hambre, el que había y el que venía, porque todas esas circunstancias se habían sumado a las consecuencias del bloqueo norteamericano a la isla, instaurado tras el triunfo (y la renovación del triunfo, en Bahía de Cochinos, frente a tropas norteamericanas) de la Revolución. En los restaurantes u hoteles donde nosotros podíamos estar, comer o alojarnos, no podían entrar cubanos, que eran directamente discriminados si, por ejemplo, querían hacernos visitas. En una de aquellas jornadas en que eran alegres el clima y las personas, pero era triste el porvenir de la vida, fueron a vernos a un apartamento de la Marina Hemingway, donde nos alojamos, algunos de los escritores más conocidos entre los muy numerosos autores y artistas cubanos. Como tardaban en llegar yo mismo llamé a la recepción. Esos cubanos, nos dijo una voz, no pueden acceder donde están los turistas. Al fin entraron, clandestinos en su isla.

No fue el único incidente de esas características. En esas circunstancias, que duraron, y que amigos que van y vienen consideran que ya se han atenuado, era muy difícil aceptar discriminaciones así, pues ni el hambre ni la política pueden justificar barreras que los hombres impongan a otros hombres sobre la libertad de ser como los otros y de tener los mismos derechos, aunque tengan menos dinero o sean directamente menesterosos. Junto a la inmensa alegría de escuchar a los cubanos, de identificar rasgos que son también canarios, se produjeron en ese tiempo en que acompañé a Diego algunos incidentes que tenían que ver con la obsesión oficial sobre la seguridad. En uno de aquellos días de periodo especial, inundada Cuba de periodistas extranjeros, me pidió uno de ellos, un canadiense, que le dijera impresiones para un reportaje que hacía para la televisión de su país. Me presté, naturalmente; hablé con él unos minutos delante del Floridita, el más famoso de los bares del mundo, en el que Hemingay tiene una estatua como si siguiera bebiendo allí el mismo daiquirí. Di mis impresiones sobre lo que ya había visto en la isla, y la verdad es que me sentí como si fuera un cubano no sólo en ese instante sino en todo el tiempo en que anduve por todos los rincones por donde transitamos. Pero, al cabo de unos minutos, un hombre que no se identificó pero que sí se dirigió a mi por mi nombre propio me dijo al oído:

-Mira, Juanito, no te quiero volver a hablar más delante de un micrófono.

Ni el hambre ni la política pueden justificar barreras que los hombres impongan a otros hombres sobre la libertad de ser como los otros y de tener los mismos derechos aunque tengan menos dinero o sean directamente menesterosos

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En Cuba, o al menos esto me pasó en esas circunstancias, se acolchan las cosas, de modo que no le presté tanta atención al consejo. Pero pasó algo más tarde que fue realmente complicado de superar, aunque al final se resolvió al modo caribe. Mi amigo y yo paramos en un lugar especialmente bello, donde no parecía abundar la vigilancia que sí había en otros lugares. A mi se me ocurrió hacer algunas fotografías de aquel paraje, en la carretera que llevaba a las playas en las que nos esperaban unas veraneantes que habían viajado desde Las Palmas e iban a pasar unos días en El Salado. Cuando ya había disparado fotos suficientes regresé al coche comentando que no era cierto que hubiera tanta vigilancia en la isla. En ese momento entró un arma larga por el lado del piloto, y el soldado que amenazaba así nos pidió que nos bajáramos del coche al tiempo que ratificaba que allí no se podían hacer fotografías. No hubo posibilidad de discusión, pues la orden era tajante y las consecuencias lo fueron aún más. Acabamos en un cuarto del cuartel en el que tiempo después fusilarían a Ochoa, uno de los lugartenientes de Fidel que había sido juzgado por irregularidades de las que le resultó inútil defenderse. En ese cuarto permanecimos, sin que hubiera ni conversación ni explicaciones que aliviaran la circunspecta actitud del soldado que nos había detenido. Hasta que pasó por allí un militar de mayor graduación, el joven que nos retenía lo paró, le dijo algo al oído y con un golpe de cabeza, como diciendo déjalos ir, el que mandaba más nos liberó de aquel yugo. Luego seguimos camino al Salado, y mientras hacíamos los trámites para entrar una telefonista me preguntó si esa noche lo tenía libre para conocer La Habana. Le dije que ya la conocía.

Amo Cuba. Fui de los que acudían el muelle de Santa Cruz de Tenerife a llevar medicinas que recogían los jóvenes oficiales cubanos, creí en un tiempo en la revolución y en su porvenir. Ese viaje no ha sido mi única decepción, a pesar de que ese trayecto me proporcionó días bellísimos, extraordinariamente felices. Ahora se habla en España, con mucha mezquindad, de la naturaleza del régimen que instauró Fidel Castro. Claro que es una dictadura, basta conocer el 1% de lo que ya se sabe, pero ignorar por qué España tiene que ser, como gobierno, tanto en su denuncia como en sus palabras, tan delicada como lo fueron Franco, Fraga, Aznar o Rajoy, no es solo efecto de la ignorancia sino de la mala voluntad, pues en Cuba no sólo hay herederos de lo peor de la revolución, sino seres humanos que necesitan víveres y medicinas, y no sólo palabras que alimenten la ambición política de suceder a los que ahora mandan. Viva Cuba, y ojalá sea libre algún día, para que también sea feliz de salir como le dé la gana a su ciudadanía de las dificultades que tiene desde que fue una revolución convertida luego, así es, en una desolada y cruel dictadura.

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