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Fernando Canellada

Azul atlántico

Fernando Canellada

‘Malditas pistolas’

La primera muerte de la Guerra Civil española se produjo en Las Palmas de Gran Canaria. El 16 de julio de 1936. Y en los últimos años se ha convertido en uno de los episodios más estudiados y controvertidos. El general Amado Balmes falleció cuando revisaba unas pistolas. Francisco Franco, comandante militar de Canarias, asistió al día siguiente a su entierro en la capital grancanaria, y tal día como hoy hace 85 años voló desde Gando para ponerse el mando de las tropas sublevadas contra la República en Marruecos.

Han salido a la luz documentos que han permanecido en los archivos ocho décadas, el informe de la autopsia y las declaraciones de un testigo de excepción y de los oficiales implicados en obras como la de Moisés Domínguez Núñez, En busca del general Balmes; y por supuesto, en investigaciones minuciosas como la del catedrático Ángel Viñas en El primer asesinato de Franco.

Que se ofrezcan datos, con citas de su fuente, no quiere decir, en principio, que sean ciertos. El error es algo humano; un autor puede ignorar parte de la verdad o, también, tener intención de falsear la historia. Pero ahí quedan sus testimonios.

Balmes era una general prestigioso en el Ejército en 1936, con una impecable trayectoria monárquica, católico y, según los militares de su época y testigos del momentos, «identificado con Franco». Mientras manipulaba una armas se autolesionó, relata la historia oficial del régimen anterior, y de investigadores de este como Domínguez, por un manejo imprudente. En su cuerpo quedó una herida «pequeña, redondeada, de cinco milímetros de diámetro», unos centímetros por debajo de las costillas, y «ennegrecida por la pólvora y el humo de un disparo». Cuentan militares de esa época en Albores de la gesta española, obviamente afectos al alzamiento, que Balmes entró aún herido en la Casa de Socorro, donde le practicaron curas, «lamentándose de su mala suerte al probar las ‘malditas pistolas».

Ángel Viñas sostiene que Franco encargó asesinar a Amado Balmes para justificar su presencia en Las Palmas de Gran Canaria y subir al Dragón Rapide y tomar el mando del Ejército en Marruecos.

Testimonios personales de quienes conocieron a Julia Alonso, viuda de Balmes, en sus años de comerciante en Gijón, con trato cercano y familiar, nunca percibieron una sombra de duda sobre la muerte accidental de su esposo en Las Palmas de Gran Canaria. Ni de atentado ni de suicidio se hablaba en la familia por un tiempo asturiana.

Con Balmes vivo o muerto, España ya se precipitaba a la Guerra Civil sin freno. Aquel 16 de julio hacía cuatro días que el guardia de asalto Luis Cuenca había disparado dos tiros en la cabeza al diputado José Calvo Sotelo, líder de la oposición al Frente Popular, detenido en su domicilio, y abandonado cadáver en el cementerio del Este de Madrid. «Es la guerra», asumió Julián Zugazagoitia, director de El Socialista, tras conocer la muerte del máximo representante político de Renovación Española.

La pandemia de coronavirus ha venido acompañada de un aumento de teorías conspiratorias, aunque éstas, en verdad, han sido un fenómeno que nos acompaña desde tiempo inmemorial. De rabiosa actualidad se ha puesto el cineasta Oliver Stone tras su paso por el Festival de Cannes al avivar la teoría de la conspiración en el asesinato de Kennedy con un documental basado en la desclasificación de material secreto de los últimos 30 años. Nada nuevo bajo el sol.

En España seguimos sin tener claro quién mató al general Juan Prim, presidente del Consejo de Ministros, en un atentado de unos pistoleros en Madrid, en 1870. Las malditas pistolas.

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