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Juan Cruz Ruiz

Testigo de calle

Juan Cruz Ruiz

Prosa de infamia en la ciudad tomada

Mi madre me contaba, en mi adolescencia, exabruptos, refranes, anónimos, persecuciones ladinas, que se producían en mi pueblo, el Puerto de la Cruz, entonces mayoritariamente socialista, antes de la guerra civil. Ella tenía una memoria fiel y extraordinaria, y en el silencio de la casa, cuando compartíamos la soledad de los días, antes de que volvieran del trabajo mi padre y mis hermanos, le contaba a este hijo más doméstico lo que se vivió en aquel lugar asustado por la violencia previa a la mayor tragedia que ella, con muchísimos otros de su tiempo, había vivido.

Muchas veces mi madre me aconsejaba que no repitiera nunca esas cosas que me decía, pero como es natural las escuché tanto y me hicieron tanta impresión que terminaron siendo parte de mi memoria y, sin duda, de mi repugnancia por cualquier burla de los otros, por su manera de ser o por su ideología. Aquella experiencia que ella me iba contando como algo que no se debía repetir me hizo la persona que soy, pues siempre he aborrecido la costumbre del anónimo, del señalamiento y de la burla como formas inciviles de destruir la convivencia. He trasladado esas convicciones, que provienen de la repugnancia al insulto en todas sus formas, al oficio que empecé a ejercer, de un modo u otro, cuando aun vivía en aquella adolescencia en que escuchaba a mi madre susurrar su conocimiento de tales horrores.

En España hay ahora una situación idéntica a aquella que mi madre me contaba como parte de la preguerra terrible de la que un día una mujer (curiosamente, se parece a mi madre), Manuela Carmena, especialista en Goya y en los cuadros de los horrores, me habló en una entrevista que le hice. Alguna vez cité aquí, me parece, el contenido de su preocupación: decía ella que este momento de insulto y burla se parece tanto al que se cuenta en la historia, como preludio de la guerra civil, que sólo faltaría (eso dijo) «que alguien dispare un tirito» para que se arme otra vez lo que ya parecía que no iba a pasar nunca. Entre aquellas cosas que a mi madre le horrorizaban estaban también los tiros, pues muy pronto la amenaza llegó a mayores y aunque en mi pueblo, y en general en Canarias, no hubo metralla, sí hubo amenazas y asesinatos terribles en las islas mayores, cometidos con alevosía y, de nuevo, con burla y sarcasmo, igual que con sarcasmo y burla llevaron a Lorca y a tantos a un paredón hecho con la fanfarria que adornó aquella noche oscura.

Ahora un escritor al que admiro por su sensatez civil y por su prosa extraordinaria, Antonio Muñoz Molina, ha puesto de relieve una experiencia personal que da noticia de algo que incluso un niño de diez puede percibir en la ciudad en la que vive este hombre de Úbeda venido a Madrid a demostrar, desde hace muchos años, que es un formidable escritor y una persona y un ciudadano comprometido con el mejor destino para su tiempo. Él cuenta, en un artículo que ha publicado este fin de semana en El País, donde colabora, que ha recibido anónimos en los que le señala con odio, en sendas cartas sin remite y sin firma, un comunicante que le advierte por sus posiciones centradas en la lucha contra el griterío y la barbarie.

En la amenaza que recibe Muñoz Molina está comprometida también Elvira Lindo, su mujer, que como él lleva desde hace años esa cruzada por el sentido común y por la defensa de las libertades que él comparte a la luz del día y en sus artículos y en sus libros. El texto publicado por el académico de Úbeda es, como todos los suyos, sosegado y valiente, escrito con la sal y la sangre y la lucidez de quien combina la sabiduría del ritmo con la convicción de estar viviendo, como tantos, una situación inaguantable, de crispación y de odio, a la que vienen a dar metáfora esos anónimos que recibe. Su respuesta a la infamia se titula precisamente Prosa de infamia, en la que pone de manifiesto «el lenguaje del odio» como distintivo de esta vida terriblemente prosaica y amenazadora que estamos viviendo, donde los que se consideran virtuosos son aquellos que defienden un país gritón y faltón que ellos mismos diseñan sin que los demás puedan inmiscuirse en esa construcción hecha de insultos e imposiciones.

Como todo grito civil basado en la razón, este texto del autor de El invierno en Lisboa ha tenido una enorme repercusión entre ciudadanos de todo tipo, en las redes y fuera de las redes, porque describe una situación que ahora se concentra en Madrid, la ciudad que simboliza en este momento esta tensión creciente por demostrar quién es el dueño de las banderas y cómo avergonzar a quienes no se atreven a exhibirlas.

Muñoz Molina narra cómo ha ido recibiendo esas amenazas, y cuenta que esto sucede, sobre todo, desde que le afearon, algunos colegas suyos incluidos, que se consideran dueños de la verdad («la verdad no tiene dueño», escribió el poeta Pedro Lezcano) y no soportaron que recientemente Elvira y el propio Antonio suscribieran un manifiesto solicitando el voto para la izquierda en las recientes, y muy ruidosas, elecciones de la Comunidad de Madrid. Ya él fue insultado con grados diferentes de insidia cuando fue elegido académico de la Lengua, y ahora ha vuelto el anónimo a tocar a su puerta, con la alevosía que supone que alguien le sigue sus pasos y deposita en su buzón, donde, como en todos los buzones, ya sólo acuden propaganda o recibos. Su discurso en la Academia, por cierto, fue sobre Max Aub, que él reivindicaba como parte de «la tradición política y cultural de la II República». «Tantos años después», señala Muñoz Molina, «un encono semejante regresa, no sé si renacido o nunca apaciguado, igual que regresan los sobres sin remite y las cartas sin firma». Ahora «el lenguaje agresivo» no viene en volandas del aire, «no es una bilis secreta, como la de entonces, sino una copia exacta de lo que se publica cada día en plena luz del periodismo del insulto, sarcasmo y libelo».

Antes de que leyera este texto de Muñoz Molina, el jueves por la noche, caminaba yo mismo por la muy tranquila calle de Zurbano, en Madrid. Un señor negro se cruzó en mi camino llevando de la mano a su perro, paseando con él como muchos hacemos con nuestras mascotas. Detrás, siguiéndole los pasos, un señor blanco, gritó así al vernos llegar a la altura del ciudadano citado: «¡De lo que veo delante lo único que me gusta es el perro!». Yo me permití decir en alto que a mí me gustaba la vida y por tanto me gustaba todo lo que fuera parte de la vida, y el individuo que de modo tan racista se había manifestado acabó su faena con este exabrupto: «¡Usted es un imbécil!».

Fue una carta dicha en plena calle, una provocación que venía en el sobre inmundo de la boca del insulto como el prólogo de una carta incivil, ruin e insoportable, como la que ahora tiene buzón libre en la ciudadanía que se permite la prosa odiosa de la infamia.

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