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Xavier Carmaniu Mainadé

Entender + con la Historia

Xavier Carmaniu Mainadé

De la guerra al podio

Ronda de esgrima en los juegos de Tokio. Xavier Carmaniu Mainadé

El año 393 d. C. se dejaron de celebrar los Juegos Olímpicos de la época antigua, por orden del emperador Teodosio. Entonces Grecia era una provincia más del imperio y él había renegado de la religión romana para adoptar el cristianismo como nueva religión oficial. Por lo tanto, aquella competición multideportiva organizada para homenajear a Zeus era considerada pagana, porque rendía culto a unas divinidades que no eran las auténticas según el nuevo credo.

La nueva religión que crearon los seguidores de Jesucristo tuvo incidencia en casi todo. Entre otras cosas, supuso una nueva percepción del cuerpo del hombre y de la mujer. Como ya explicamos en el artículo sobre las nadadoras, la desnudez se asociaba a las conductas pecaminosas y, por tanto, ya no tenía la aceptación griega o romana.

El cuerpo solo era el receptáculo necesario para dar cobijo al alma y, por tanto, no se le prestaba la misma atención que en épocas precedentes. En consecuencia, la actividad física quedó en un segundo plano. Con el desarrollo de la Edad Media, la sociedad quedó estructurada en estamentos inalterables. Estaban los religiosos, que velaban por la salvación de las almas; los campesinos, que labraban la tierra; y los caballeros, que defendían a todos los demás de posibles enemigos exteriores. Solo eran estos últimos los que, al tener que prepararse para la batalla, practicaban algún tipo de actividad. Ahora bien, los ejercicios siempre estaban vinculados al mundo militar. Tenían que ser buenos jinetes y diestros con las armas.

Con el paso de los siglos el mundo de la guerra fue evolucionando, y aquellos estamentos formados por nobles que se preparaban para la batalla se fueron convirtiendo en una clase aristocrática cada vez más refinada. Este cambio se hizo muy evidente a partir del siglo XVIII, cuando la pólvora y las armas de fuego dejaron obsoletas las armas de filo, que se convirtieron, casi, en una actividad de salón. El punto culminante y simbólico de este proceso se vivió en Londres, cuando Domenico Angelo abrió la primera academia de esgrima.

Según los estudiosos, este italiano nacido en Livorno en 1716, hijo de un rico mercader y de una marquesa napolitana, fue el responsable de convertir el arte de la espada en un deporte moderno. Su formación como esgrimista se inició en Pisa y luego la perfeccionó en París. Allí conoció a la actriz irlandesa Peg Woffington, que estaba de gira por Francia. Se enamoraron y la pareja se trasladó a Londres. Él abrió la Angelo’s School of Arms en el Soho, por donde pasó lo mejor de la alta sociedad inglesa. Incluso el príncipe de Gales, el futuro Jorge III, y su hermano, el príncipe Eduardo Augusto, fueron alumnos suyos. Además, en 1763 publicó L’École des armes, donde explicaba los secretos de aquella práctica. El libro llegó a ser tan popular que, cuando Diderot y D’Alembert imprimieron su famosa enciclopedia, le pidieron permiso para incluir los grabados de su manual para ilustrar la entrada dedicada a la esgrima. La reputación de Angelo le abrió las puertas de la prestigiosa y exclusiva escuela de Eton, que lo fichó como profesor. Entonces dejó su academia en manos de sus hijos. El centro mantuvo las puertas abiertas hasta mediados del siglo XIX.

Angelo fue el primero en señalar los beneficios físicos de esta práctica, más allá de su finalidad mortífera, que continuó existiendo a través de los duelos. Al otro lado del canal de la Mancha, el francés Camille Prévost ideó en 1880 las primeras reglas para convertir la esgrima definitivamente en un deporte moderno. A partir de ese momento empezaron a nacer asociaciones de aficionados en Estados Unidos, Francia, el Reino Unido...

Cuando en 1894, en París, se organizó el congreso preparatorio para los primeros Juegos Olímpicos, la esgrima enseguida fue incorporada a la lista de deportes de la competición. Era una actividad conocida en los entornos sociales de los congresistas; pero la limitaron a los hombres, dejando de lado –una vez más– a las mujeres.

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