La Provincia - Diario de Las Palmas

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Juan Francisco Martín del Castillo

Amarillo

Amarillo era el submarino de los Beatles y así debe ser el cielo educativo por el que deambula la exministra Isabel Celaá. Con su marcha, se certifica que el socialismo no ha cejado ni por un instante en la búsqueda o consolidación del ideal pedagógico de los próceres progresistas. Desde Maravall, Marchesi y, por supuesto, el desaparecido Rubalcaba no ha habido semejante empuje por llevar adelante lo que un día soñaron los viejos pedagogos de la vanguardia. En aquel momento, se llamó «reforma educativa» a aquel empeño por modernizar la escuela en España. Equivocados o no, hay que reconocer la fuerza con la que intentaron plasmar sus deseos en la realidad de un país que, en cierto modo, y esto también hay que admitírselo, estaba necesitado de una actualización de las aulas. No obstante, el prurito progresista por cambiar el modelo educativo no ha ido acompañado de la correspondiente mejora objetiva en los rendimientos del alumnado, sino más bien todo lo contrario. La rebaja cultural de los estudiantes, especialmente los de Secundaria, ha ido en paralelo a la pérdida de algunos factores esenciales en la dinámica docente y, por extensión, también de la escolar. En este sentido, la labor de Celaá ha sido, en lugar de activadora del esfuerzo o la responsabilidad del discente, un insistente refuerzo de la relajación de aquellos elementos clave de la educación. Ahora, ni por asomo se encuentran estos criterios básicos en el ejercicio del magisterio.

Fue Steven Pinker el que concluyó que los progresistas son los que menos defienden el valor del progreso. Tal ha sido la política de Celaá al frente del ministerio de Educación durante el tiempo que ostentó el cargo. Su decidida y descarada apuesta por la normalización de la mediocridad, por acabar con cualquier forma de excelencia entre el alumnado y por el ahogo del talento y la inteligencia natural han sido palmarios, pero no tanto como su celo por cumplir a pies juntillas con los parámetros de la escuela psicopedagógica, la comandada por el catalán César Coll o el madrileño Álvaro Marchesi, el jubilado catedrático de Psicología Evolutiva y Educativa. Resulta frustrante, singularmente para los profesores que se debaten en el interior de los centros escolares, que se reniegue de aquellos valores que de antiguo han dado consistencia a la docencia.

La pandemia, en contra de lo que pudiera parecer, ha diluido el impacto de la acción de Celaá o, por mejor decir, ha sido el inesperado motivo para que las iniciales intenciones de la dirigente y sus estrechos colaboradores tomaran una velocidad creciente conforme se hacía patente la consecuencia directa de la infección vírica, esto es, el confinamiento severo del curso pasado. Quizás, por la propia situación y su deriva social y política, las decisiones de Isabel Celaá fueron adquiriendo un tinte alarmante que, sin quererlo o meditarlo, se resolvían en una quiebra de la enseñanza nacional. El instante culminante de su mandato fue la aprobación de los sucesivos decretos que ponían en jaque la uniformidad del ordenamiento legal de la educación española, un regalo para la escuela de la dispersión territorial y la celebración de la medianía. En fin, y para no alargar el recuerdo de la figura, Celaá pasará a la historia por su huida hacia adelante y por su compromiso cerril con el pedagogismo insustancial. Como sentenció Sartre, el hombre es «tal como él se quiere», y así se ha querido esta mujer. En lo profesional, la exministra me merece un juicio negativo por la desactivación de los valores y criterios que de siempre se han identificado con la tarea docente. Una pena, aunque presumo que, para ella, ese cielo amarillo que cantaban los hippies de los setenta está más cerca que nunca. Qué extraño es esto de las visiones de la realidad, puesto que, para el que firma, ese cielo de Celaá representa uno de los círculos previos al infierno de Dante.

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