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Lucas López

Reflexión

Lucas López

Fundamentalismo

En el año 2017, el premio Princesa de Asturias de Ciencias Sociales fue para la pensadora británica Karen Armstrong. Católica nacida en el seno de una familia de origen irlandés, su espiritualidad evolucionó desde una vivencia religiosa muy normativa a otra más abierta y mística. Esa experiencia quedó narrada en su libro A través de la puerta estrecha, en que recuerda una juventud en que fue hermana de una congregación religiosa femenina católica. Abandonó la institución a finales de los sesenta, en los tiempos en los que la catolicidad vivía las profundas transformaciones del Concilio Vaticano II. Personalmente, no había leído nada de Armstrong cuando recibió tan insigne galardón y me puse a rebuscar en internet qué tenía publicado en español. Llamó poderosamente mi atención su libro titulado Los orígenes del fundamentalismo en el judaísmo, el cristianismo y el islam, que en inglés llevaba el título más beligerante The battle for God. Es quizás más apropiado, porque no solo da cuenta de los orígenes del pensamiento fundamentalista, sino que también presenta su conflicto con quienes defendían una religiosidad en diálogo con la cultura contemporánea.

El término «fundamentalismo» se aplica de suyo a los cristianos conservadores que en el s. XX se organizan en Estados Unidos sobre los cinco fundamentos aprobados en la asamblea de la Iglesia Presbiteriana de 1910: la literalidad de las Escrituras, la virginidad de María, la misión salvadora de la muerte de Jesucristo, la resurrección del cuerpo físico de Jesús y el carácter histórico de los milagros del Nazareno. Efectivamente, la lectura literal de las Escrituras es central en el pensamiento fundamentalista y lleva al conflicto con otras comunidades cristianas que estudian la Escritura en términos de analogía, catequesis o reflexión teológica, y viven en paz con la exégesis crítica. El capítulo más dramático de este enfrentamiento es la «verdad científica» del Génesis que se visualizó en el juicio que condenó al maestro John Scopes en 1925 y que fue mediáticamente conocido como «el juicio de los monos». Es una historia que ha sido recogida por la literatura, la televisión y el cine y que, aunque tiene muchos ingredientes sociológicos y de maniobras políticas, lo interesante para nuestro tema es que, aunque se condenó al maestro Scopes, supuso el desprestigio de los argumentos fundamentalistas. De hecho, en las décadas siguientes, paulatinamente el fundamentalismo desapareció de las aulas hasta que, en los años 70, volvió una versión cientista de la creación tal y como se recoge en la Biblia, defendida por las mayorías conservadoras de los Estados Unidos.

Sin embargo, el fundamentalismo no se centra exclusivamente en un modo de leer los textos sagrados. La existencia de grupos fanáticos o fundamentalistas que invocan a Dios como justificante de su acción violenta dio lugar a la reflexión casi irónica de Gilles Kepel con el título de La venganza de Dios en 1989 en Francia. El poderío de la justificación religiosa no apunta, sin embargo, a la hondura de una verdadera teología y menos a la ira de Dios (Sloterdijk, Ira y tiempo, 2005). Dios, a juicio de este último autor, no es el asunto del que se habla y, por tanto, tampoco de las notas que lo describen. Dios sería, más bien, la excusa para las respuestas violentas al conflicto identitario y social en curso. Es decir, Dios ocuparía, en este caso, el lugar de una ideología con efectos similares a los que produce el nacionalismo, el estalinismo o el maoísmo. Se trata de motivos ideológicos y políticos que actúan como pirámides de sacrificio y permiten arremeter contra la ciudadanía que no comparte esa visión.

En ocasiones, por otro lado, las posiciones fundamentalistas provocan un efecto contrario al que buscan en teoría. Así, al negar la lectura científica de la realidad en virtud de una interpretación literal de los libros inspirados, obligan a optar entre dos explicaciones excluyentes: el cientismo, que considera que solo es real lo que tiene una explicación acorde al método empírico, y el literalismo, que necesita negar los datos de la realidad para poder afirmar a Dios. Del mismo modo, cuando se usa a Dios como excusa para comportamientos excluyentes y violentos se provoca el rechazo de cualquier posibilidad de religar el misterio de la vida, su dimensión religiosa. Se tira al niño con el agua sucia.

En El País (5-X-2011), al presentar un coloquio sobre el pensar político del poeta y premio Nobel polaco Czeslaw Milosz, se cita a la académica iraní, residente en Estados Unidos desde 1997, Azar Nafisi: «El fundamentalismo ha secuestrado a la religión», afirma con la experiencia vivida no exclusivamente en Irán. Karem Armstrong, la antropóloga premio Princesa de Asturias, nos regala en su libro un estudio que muestra que la religión no es por sí fundamentalista, ni el fundamentalismo es por sí religioso. Armstrong indaga en los orígenes de la modernidad para mostrar que la raíz del fundamentalismo es una reacción moderna (organizada racionalmente) frente a la propia modernidad (la razón sistematizadora e instrumental convertida en absoluto de todos nuestros actos).

En su primer capítulo, sobre la modernidad judía, muestra que, aunque el judaísmo europeo anticipa la modernidad en muchos de sus comportamientos y posiciones vivenciales, la comunidad judía acaba por sentirse agredida por el mundo europeo ilustrado, que comienza a considerar la fe hebrea como una reliquia del pasado. La crisis del judaísmo tradicional los empuja hacia los extremos: la reafirmación de una fe al margen de la cultura o la disolución de la fe en el laicismo. Por supuesto, muchísimas personas de fe judía evolucionaron y se mostraron capaces de «dar con nuevas soluciones, algunas de las cuales parecían escandalosas en la búsqueda de algo nuevo». Quizás algo parecido vivimos los cristianos de esta tercera década del siglo XXI.

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