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Jorge Dezcallar

Observatorio

Jorge Dezcallar

Hechos y no solo palabras

Las noticias que llegan esta semana de Túnez son malas. El presidente Kais Saied, un profesor elegido en 2019 con el 70% de los votos, ha invocado el artículo 80 de la Constitución para asumir todos los poderes, destituir al primer ministro y suspender el Parlamento durante 30 días. Lo ha hecho con el respaldo de la cúpula militar (aunque luego ha destituido al ministro de Defensa), al tiempo que amenaza con fuertes sanciones a los que a partir de ahora alteren el orden ciudadano. Saied dice que lo hace para «salvar el país» y ha anunciado que pronto nombrará otro primer ministro y que gobernará por decreto-ley hasta que se restaure la normalidad democrática. Pinta feo.

Túnez fue la cuna de la Primavera Árabe cuando en diciembre de 2010 Mohamed Bouazizi se inmoló a lo bonzo tras ser humillado en público y perder su humilde modo de subsistencia. Su muerte desencadenó protestas masivas que se llevaron por delante al régimen dictatorial y corrupto de Ben Alí (que se exilió con su dinero en Arabia Saudí) y que desde Túnez se extendieron luego a todo el mundo árabe, derribaron a Gaddafi, a Bouteflika y a Mubarak, encendieron guerras en Siria y Yemen, desencadenaron revueltas en Líbano y Bahrein, y los más listos de la clase como Mohamed VI de Marruecos y Abdalá de Jordania hicieron los cambios cosméticos necesarios para mantenerse en el poder. Lo que sucedió luego es que el mundo árabe estaba tan ansioso de libertad y de dignidad como carente de tradiciones democráticas y cuando cayeron los dictadores se impusieron las únicas realidades que de verdad allí existían: la tribal y la religiosa de los Hermanos Musulmanes.

Hemos querido creer que Túnez fue un caso aparte porque la democracia logró asentarse cuando el partido islamista Ennahda aceptó un gobierno laico, una Constitución democrática, elecciones libres y poner en marcha una transición que incluso reportó un premio Nobel de la Paz a varios grupos ciudadanos. Pero esta imagen tiene bastante de voluntarioso espejismo y la alegría ha durado poco, aunque parte de la culpa la tengan sus vecinos Libia y Argelia, dos países con muchos problemas que le han contagiado un terrorismo y una inestabilidad que han dañado al turismo y al empleo. El subsiguiente empobrecimiento desencadenó protestas masivas a lo largo de los últimos años y la llegada de la pandemia, con solo el 6% de la población vacunada, ha empeorado más la situación provocando una mayor caída del turismo y de las remesas de los emigrantes y el aumento del paro, que hoy alcanza al 16,5% de la población y al 36% del segmento entre 15 y 24 años. Los jóvenes emigran, la deuda se dispara, la economía se ha contraído un 7% en 2020 y el déficit presupuestario alcanza el 14%. En este contexto han estallado nuevas revueltas populares contra la corrupción y la mala gestión gubernamental. El primer ministro Mechichi, un independiente que hasta ahora presidía el tercer gobierno de Saied, reconoció inicialmente la legitimidad de las revueltas, lo que no le impidió reprimirlas con dureza, proyectando la imagen de un deslizamiento del régimen hacia un modelo autoritario que ahora se refuerza con el «golpe constitucional» que denuncia Rachid Ghannouchi, líder de la oposición islamista, que anima a la población a salir a la calle.

Lo más preocupante de cuanto ocurre en Túnez estos días es que hay muchos ciudadanos que temen los desórdenes, que parecen haber olvidado los excesos y la corrupción de la época de Ben Alí y que echan de menos la estabilidad y la paz que daba su régimen autoritario. Y eso explica el crecimiento en las encuestas del Partido Libre Desturiano cuya líder Abir Moussi, antigua partidaria del dictador, aprovecha en su favor el hecho de que la libertad sin posibilidades económicas, sin trabajo, sin educación o sanidad, sin seguridad y con estómagos vacíos se queda en palabrería hueca.

Por eso es necesario que nuestras declaraciones de solidaridad con la democracia tunecina se vean acompañadas por una política decidida que le ayude a crear empleo y a combatir el terrorismo y la corrupción. Al hacerlo nos beneficiaremos también nosotros porque la estabilidad del Magreb es esencial para nuestra propia seguridad y Túnez está muy cerca.

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