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Juan Carlos Laviana

Privacidad es poder

En tiempos, nuestra vida privada sólo la aireaban los cotillas. En todos los pueblos, barrios y edificios había un cotilla oficial. Si uno quería que algo fuera conocido por todos, no tenía más que comentárselo al cotilla con la indicación de que se trataba de una confidencia. Era el encargado de almacenar y distribuir convenientemente la información personal, cuanto más personal mejor, de cada uno de sus vecinos.

Hoy, el cotilla oficial ha sido sustituido por ese ente abstracto que, cada vez que entramos en internet, nos pregunta si aceptamos las cookies. Nosotros, graciosamente y para acelerar la búsqueda o la compra, le decimos que por supuesto, que se quede con todas las cookies que quiera. Al fin y al cabo, ni siquiera tenemos muy claro qué son esos ficheros que, cuando entramos en una página web, se quedan anclados en nuestros equipos y nos espían. 

Los titulares relativos a la privacidad no cesan: «Multa record de Amazon en Europa por violar la privacidad de sus usuarios», «Investigan a Tik Tok por el uso de datos de menores», «Facebook es multada con 5.000.000 millones de dólares por sus escándalos de privacidad». Parece evidente que los grandes monstruos de Internet se están saltando las normas a la torera. Más que nada porque esas multas deben de ser calderilla en sus cuentas de resultados. Si no, obviamente, tendrían más cuidado.

Clarissa Véliz, filósofa hispano-mexicana y profesora en Oxford, acaba de publicar en España uno de los libros del año en Estados Unidos. Se titula Privacidad es poder. En sus páginas describe, a menudo de forma escalofriante, hasta qué punto estamos vigilados por las compañías de Internet y cuánto saben de nosotros.

Todo empezó hace apenas 20 años, cuando nació Google. La idea filantrópica era crear una impresionante herramienta académica, pero cuando sus directivos vieron el potencial económico que tenían los datos de sus usuarios, el fin de la empresa cambió. Ahora se trata de hacer dinero, ingentes cantidades de dinero con el oro digital.

Los traficantes de datos no solo saben el rastro que deja nuestra tarjeta de crédito o nuestra tarjeta sanitaria, nuestro geolocalizador o nuestra imagen ante una cámara de seguridad. Que ya sería mucho saber. Van más allá. Porque hacerse con la privacidad de las personas abre la posibilidad de acceder a su comportamiento e influir sobre ellas y, por tanto, sobre la sociedad. Los likes de Facebook, por ejemplo, se utilizan para deducir la orientación sexual, la etnia, la religión y los puntos de vista políticos. Un «me gusta» o un retuit en Twitter sumado a los reconocimientos faciales puede diagnosticar una depresión. La velocidad con la que tecleamos o hacemos scroll en nuestros grupos de Whatsapp puede delatar problemas de memoria o concentración.

La profesora Véliz no se limita a ponernos los pelos de punta, sino que ofrece soluciones. Sostiene que se debe denunciar el uso de nuestros datos contra nuestros propios intereses. Hay que hacer cumplir a las empresas los deberes fiduciarios, que nacen de su relación de confianza con la sociedad. Asunto espinoso, pues no son pocos los gobiernos en connivencia con las compañías de datos. Incrementar por parte de las administraciones la ciberseguridad. Propone un plan para eliminar todos los datos recabados de forma ilícita. Pide que se permita a los usuarios saber en todo momento qué datos suyos tienen las empresas y cómo los están utilizando. Y, lo más revolucionario, plantea acabar con la publicidad personalizada, esa panacea con la que tantos editores dieron saltos de alegría, creyendo que iba a salvar sus negocios. Hasta que se dieron cuenta que solo serviría para enriquecer aún más a los gigantes que les arrebataron el pastel.

Igual que no nos fiábamos del cotilla, no debiéramos fiarnos de quien nos dice eso de que «su privacidad es importante para nosotros» y nos pide que aceptemos las cookies. De momento, rechazarlas siempre es más engorroso que aceptarlas, lo cual ya da que pensar.

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