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Juan Gaitán

El ruido y la furia

Juan Gaitán

Relecturas

De todas las cosas que me gustan del verano y de su modo lento y majestuoso de hacer las cosas, de esa manera que tiene de extender las horas (como quien extiende el mantel para el almuerzo), y convertir el día en inacabable, es la facilidad con la que uno puede olvidarse del presente, del rey emérito, de la quinta ola o de cómo arde el Mediterráneo desde Turquía a Italia, y entregarse al paliativo del pasado, al recuerdo de aquellos días mejores que vivimos sin saber que eran los mejores.

Yo lo hago, verano tras verano, a través de la relectura, del regreso a aquellos libros que me llenaron el alma y me hicieron ser, para bien o para mal, el tipo que soy.

En estos días releo Bomarzo. Tantos años después de la primera vez. Es otra novela. Ni los personajes, ni los escenarios, ni los hechos, son los mismos. Imagino a Manuel Mujica Laínez escribiendo otra vez la novela, haciéndola distinta, modificando cada frase, cada sentido, cada escena, entrando subrepticiamente, desde el éter (ya nadie escribe cosas del éter, el éter ha trascendido a lo clásico, es decir, al olvido), para reescribir su obra, cosa que haríamos sin dudar todos los escritores si pudiésemos.

De Juan Ramón Jiménez se cuenta que lo echaban con cajas destempladas de las imprentas donde estaban imprimiendo sus libros, cansados de que quisiera cambiarlo todo, hartos de su descontento consigo mismo, con su trabajo.

Y Caballero Bonald me contó un mediodía en su casa de Sanlúcar, sentados a una mesa, bajo un árbol, oyendo pasar pájaros y con una copa de manzanilla, que él nunca estaba conforme con lo que daba a la imprenta, que era solo una de las variantes posibles de la obra, una de las muchas que había hecho, y que nunca estaba seguro de que fuese la mejor.

Y supongo que este es un mal habitual entre los escritores, que siempre estamos reescribiendo nuestra propia obra, dándole otra vuelta, un repaso más, una corrección más, en una rueda infinita, o que sería infinita si no fuésemos finitos nosotros, o no entregásemos la obra a los editores y luego la dejásemos abandonada, a su suerte, en las estanterías y en las manos de los lectores, sin darnos cuenta de que la obra es independiente de nosotros, que tiene su propia vida y su propio crecimiento y que se irá reescribiendo en cada lectura y en cada relectura, ajena a nosotros y a nuestras neurosis obsesivas.

Una vez le preguntaron al poeta inglés Robert Browning qué había querido decir en un poema, y el viejo romántico respondió: “cuando lo escribí, Dios y yo lo sabíamos. Ahora, sólo Dios lo sabe”.

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