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Juanjo Jiménez

La máquina china

Juanjo Jiménez

El hombre que volaba en barca

La mar es la madre naturaleza que se alimenta sola y nadie la alimenta”.

Manuel Sosa, conocido en el océano y en la parte tierra como Sandokán, es un hombre que para los que se criaron empapados del salitre de la costa norte de Gran Canaria era parte indivisible de las mareas, de las bajillas, de las corrientes y de los septiembres añiles que regala la atmósfera desde el Faro de la Isleta al puerto de Las Nieves cuando se retira el alisio.

Sosa era de una estampa dura, un cuerpo recio con unos ojos del mismo color del sol y piel de sal cuya sola presencia en la marea despertaba en la chiquillería de la época la misma expectación que la de los grandes héroes de la tele. Una especie de Llanero Solitario pero en versión Emilio Salgari a bordo de su Taylor fueraborda blanca y naranja y que al igual que el Tigre de Malasia era presagio de grandes alegrías, o grandes tragedias. Sin término medio.

Sandokán hizo su primer rescate con 15 años, iniciando así una carrera que en el fondo no quería. Fue una labor impuesta por su propio dominio del mar. No era casualidad que su barca la bautizara con el mismo apelativo, porque cuando Manuel Sosa tiraba del motor de arranque de su falúa de seis metros hombre y máquina se fusionaban en un solo elemento, con una habilidad innata para enfilar la proa ya hubiera marejada o mar arbolada.

Varaba la embarcación en la arena de El Puertillo, y si surgía una emergencia se le podía ver salir allí por donde todo apuntaba un imposible.

Las imágenes de él de pie, inclinado hacia delante, timoneando fuerte a estribor para escapar de la bocana y volando sobre los colosales rompientes de espuma blanca con la quilla al aire, mientras de frente llegaba un segundo muro de agua aún más gigante, quedaron fijadas en las retinas de todo aquél que haya margullado en el norte.

Sosa era consciente de esa habilidad que tenía para susurrarle al Atlántico cuando estaba embravecido, algo que le había condenado a salvar vidas, a jugarse el tipo a cambio de su destreza, un destino que le quitaba el sueño cuando la tragedia se hacía irreversible.

“Muchas noches no duermo, me desvelo y me siento delante del televisor con la matraquilla sobre si hubiera llegado antes”.

Por eso se enfajinaba con los bañistas que retaban a la marea porque más allá del Sandokán que salvó a centenares de personas y al que tocó el durísimo papel de sacar los cuerpos de los fallecidos, se escondía una persona que luchaba contra el fatalismo por puro amor a los demás. Lo demuestran sus diminutivos constantes, ese describir los “ojitos desalados” de los que casi trasponen hasta que él los izó con su brazo a bordo.

O la sonrisa a media vela que dibujaba cuando familiares y amigos coreaban su nombre tras devolverle a la vida a un ser querido. Manuel Sosa no era un señor con estudios, ni con formaciones técnicas, sino un hombre antiguo, valiente, de nobleza infinita y lleno de instinto, un hombre que sin leer poesía fue capaz de dejar un recuerdo imborrable para miles de isleños y de pergeñar sentencias de gloria: “La mar es la madre naturaleza que se alimenta sola y nadie la alimenta”.

Buen viento, señor Sosa.

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