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Centenario de Tomás Morales

No existe en la tradición lírica insular ningún poeta más puramente poeta, en el sentido de compositor de versos y como casi exclusiva actividad literaria, que Tomás Morales. Además, recoge, como pocos, el testigo fundacional de Cairasco de Figueroa, compartiendo con él no sólo el rigor formal y la musicalidad, sino también la concepción auroral del espacio isleño como baluarte universal.

Para decirlo gráficamente, su emblemática obra Las rosas de Hércules significa, en los albores del siglo XX, la recuperación de la ambición del Templo militante, en los albores del XVII, con la diferencia de que mientras el canónigo se hallaba en su madurez, el médico apenas andaba por sus treintetantos. Cairasco coloca el dron de su mirada cóncava y retrospectiva sobre la Isla, y Morales la aterriza, trocando la desertizada Selva de Doramas en el canto al incipiente trasiego del Puerto de la Luz y de la ciudad comercial, recibiendo al «sonoro Atlántico» a pie de muelle. Es decir, incorpora el tiempo al espacio insular.

A menudo nos olvidamos de que, al igual que Alonso Quesada, tuvo una muerte prematura, lo que multiplica el asombro por la calidad de sus obras. Y, desde luego, no existe en la tradición lírica española, ni tal vez en la tradición hispana, una tríada dialéctica tan compacta como la compuesta por Tomás Morales, Alonso Quesada y Saulo Torón.

Nacidos los tres a mediados de los años 80 del siglo XIX, además de ser verdaderos amigos generacionales, componen una perfecta tríada hegeliana, en la que –por ser didácticos- Morales sería la tesis luminosa, Quesada la antítesis umbría y Torón la síntesis de corte más impresionista.

Ellos se sitúan, por primera y última vez, frente al Puerto, aunque son también el germen del canto ulterior a la Playa; y por primera y última vez, hacen coincidir cosmopolitismo y universalismo, un binomio que se escindirá en las consiguientes vanguardias.

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