Si alguna duda quedaba sobre el alcance y repercusión de la emergencia climática, las conclusiones del informe elaborado por el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC), vinculado a la ONU, debe disiparla. La solvencia científica de los redactores, el trabajo exhaustivo de recopilación de datos y las pruebas empíricas que aporta la vida cotidiana hacen del informe un Código Rojo, como ha dicho el secretario general de las Naciones Unidas, António Guterres, un llamamiento universal a actuar cuanto antes para contener el calentamiento del planeta provocado por la actividad humana. Todo asomo de escepticismo carece de justificación; la prédica negacionista no es otra cosa que una forma encubierta de defender los intereses económicos de una minoría codiciosa. Y tampoco son muy diferentes las consecuencias de las actitudes de quienes, admitiendo la evidencia, consideran que la responsabilidad de actuar afecta a otros, pero no a ellos, o que la solución de las necesidades económicas a corto plazo pueden pasar por delante en el orden de prioridades.

Un solo dato ilustra la gravedad del momento: la temperatura media de la Tierra ha aumentado 1,2 grados desde la era preindustrial. Una realidad indiscutible subraya la necesidad de actuar: algunos cambios son irreversibles o solo se corregirán al correr de varios siglos o milenios. Para contener, que no disminuir, la temperatura media y dejarla en 1,5 grados de aquí a fin de siglo, es preciso reducir drásticamente las emisiones de gases de efecto invernadero para evitar la catástrofe de un aumento superior que degradaría por completo los ecosistemas. No hay alternativa ni plan B que valga: solo un cambio de modelo energético –económico también– puede revertir la situación.

Canarias no es ajena al fenómeno del cambio climático. En los últimos 80 años, la temperatura media del Archipiélago ha aumentado un grado y, aunque sus efectos son más suaves en medianías y costas, por el contacto con el mar y ellos alisios, ya se relacionan con el calentamiento global algunas muertes de las que se producen por los llamados ‘golpes de calor’. Así, uno de cada cinco fallecimientos derivados de las altas temperaturas en las Islas se pueden atribuir a este fenómeno causado por la acción humana y que ha hipotecado el futuro del planeta.

La condición de islas ayuda a que Canarias sea una de las comunidades españolas donde menos se dejan notar las consecuencias del cambio climático. De hecho, aunque se producen más olas de calor, la de mayor duración se remonta a la segunda mitad de los años 70 del pasado siglo; pero hace tan solo dos años, los grancanarios fueron testigos de un implacable incendio, con un comportamiento característico de los fuegos que se dan en el contexto del calentamiento global, más virulentos y difíciles de controlar que los que se producían antaño.

Junto a ello, el aumento del nivel del mar trae consigo inundaciones en la costa; las lluvias son cada vez más escasas, pero torrenciales; y las colas de los huracanes llegan con mayor frecuencia a estas latitudes. Nuevas especies animales se desplazan hacia las Islas, mientras otras huyen hacia aguas más frías por el aumento de la temperatura en el océano. Todo ello tiene que ver directamente con la polución y la elevada emisión de gases de efecto invernadero a la atmósfera. Los científicos insisten en que ya se ha perdido demasiado tiempo, pero lanzan un mensaje claro: vale la pena preservar lo que queda, que es muy valioso.

Basta repasar los acontecimientos en lo que llevamos de verano para comprender que viajamos en un convoy que avanza sin conductor y sin frenos y corre el riesgo de descarrilar. El deshielo ártico, los incendios en Siberia, California y la cuenca mediterránea, las inundaciones en Alemania y Bélgica y las olas de calor son pruebas concluyentes de cuál es la envergadura del problema que debemos enfrentar los humanos. Los gobiernos y las organizaciones internacionales deben poner la cultura verde por delante de cualquier otra consideración, deben fijar plazos realistas y estrictos para que la Tierra siga siendo un hogar habitable, resguardado de la intemperancia de quienes se escudan en que estamos ante un cambio climático como tantos otros ha conocido el planeta. La idea fuerza no puede seguir siendo quien contamina paga, sino quien contamina debe dejar de hacerlo, debe dejar de lucrarse con una actividad tóxica.

No hay en el informe del IPCC una sola conclusión que no esté respaldada por datos concluyentes y precisos, y de él se deduce que la emergencia climática requiere un ejercicio de responsabilidad moral colectiva para legar a las generaciones venideras un mundo acogedor. El espíritu que anima el programa Next Generation de la Unión Europea, el compromiso del presidente Joe Biden para reducir las emisiones de dióxido de carbono, el de China, más inconcreto, en idéntico sentido y las iniciativas verdes en los ámbitos público y privado en Canarias, en España, en Europa y en el conjunto del planeta van en la dirección correcta, pero no hay que perder de vista que es precisa una concertación universal, sin reservas, para que todo ello surta efecto. Como en el caso de la pandemia, no tienen sentido soluciones a escala regional para obtener victorias parciales: solo será eficaz y resolutivo un compromiso sin fronteras.