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Juan Cruz Ruiz

Testigo de calle

Juan Cruz Ruiz

Maud Westerdahl y gente que alivió la sombra de la posguerra

Maud y su marido Eduardo Westerdahl estuvieron entre las personas que aliviaron en Canarias una posguerra que fue espesa y pesada como una piedra sin gracia. A lo largo de estos últimos años ambos han sido sobresalientes recuerdos de estudiosos y de amigos que los han puesto, a ellos y a muchos otros, en su sitio de la historia, un que es grande y cuyo trato debería ser aún más generoso. Se han sucedido las memorias y escritos, así como las recopilaciones o los recuerdos, que ambos han dejado en una tierra que acostumbra a ser cicatera, e incluso desdeñosa, con quienes construyeron, en aquellas y en otras épocas, isleños o de fuera, universos en los que han explicado su deuda o su amor con las islas.

Los dos vivieron su amor, el nacimiento de su hijo Hugo, que desde hace años vive en Madrid, y su increíblemente feraz vida artística o cultural, en una preciosa casa terrera, en la calle Enrique Wolfson de Santa Cruz, casi enfrente del Colegio Alemán, que antes fue el instituto en que nos examinábamos los que éramos estudiantes de colegios de lugares donde no existían esas instituciones escolares. A aquel instituto me traía mi madre a cumplir con los ritos del sexto y la reválida, y ahí conocí, por ejemplo, al amigo santacrucero Fernando Delgado, que entonces era locutor jovencísimo en Radio Juventud de Canarias y muy precoz poeta.

Muchas veces, y no por nostalgia, sino porque el tráfico me conduce por esa bellísima calle, paso por aquella casa que tantas alegrías nos produjo. Esta última vez me dio la impresión, seguramente errónea, de que la casa ya no está o quizá ha sido tapada por una de esas obras que ocultan por completo aquello que tratan de arreglar. En todo caso, como ambos habitantes históricos de la casa eran especialmente surrealistas, llegué a pensar que era una casa que aparecía y desaparecía de acuerdo con los gustos de quienes, desde la memoria, rigen la estética de sus viviendas. Sueños aparte, es lógico que quienes vivimos de cerca la historia de Maud y de Eduardo (y de Hugo) en ese sitio siempre queramos que ese domicilio forme parte visible de la muy importante historia del surrealismo en Canarias. Pero en Canarias siempre esperamos un milagro para ser justos.

Aquellas reuniones propiciadas por Maud y Eduardo eran conciliábulos geniales en los que ellos oficiaban de anfitriones, pero no dirigían nada. Abrían sus puertas (y sus botellas de whisky) con gran prodigalidad, e invitaban a todos aquellos a quienes no sólo consideraran amigos, sino también a los que guardaran algún interés por los numerosos artistas o intelectuales, españoles o extranjeros, que pasaran por la isla y tuvieran algo que decir en la historia de la que ellos eran grandes protagonistas. Discutían, armaban griterío y barullo, pero siempre salías de ahí feliz o habiendo aprendido algo. Es difícil hallar discriminaciones caprichosas en esa narración de entrada y salida de viajeros (como tituló un libro suyo su gran amigo Domingo Pérez Minik), pues los dos no tuvieron jamás problema en hacer partícipes a sus amigos o estudiosos de lo que ellos mismos eran o sabían. El más alto baluarte de esas amistades de los dos fue, naturalmente, Pablo Picasso, o, en el ámbito de la influencia de la crítica de arte, sir Roland Penrose. Por supuesto, Picasso nunca vino a las islas, pero de su conocimiento y de esa amistad compartieron tantos testimonios que parecía que Picasso estaba allí, tomándose medio whisky.

Eran caracteres muy complementarios, a mi parecer. Maud era receptiva, dedicó más en su vida a escuchar lo que hacían otros que a presumir de su pasado, enriquecido por la confianza con la que trató a Andrè Breton y a otras sustancias intelectuales o poéticas de los tiempos de la guerra mundial, en París, así como a su propio arte, pues de sus cerámicas y dibujos no hizo mención sino cuando alguien la requería para hacer presente su modo de explicar la realidad desde la belleza. Eduardo era más retraído, y también escuchaba, pero cuando se trataba de contar su propia historia era prolijo como un literato, o como un historiador, capaz de recordar todos los detalles de una aventura, con pelos y señales, fuera esa aventura imprescindible o una anécdota ocurrida ante sus ojos en el banco en el que durante años tuvo acomodo y obtuvo sustento.

Eran tiempos maravillosos que han quedado en mi memoria como un ejemplo del trato con los otros, bastante inimitable, a mi parecer, y seguramente muy poco imitado por cualquiera de nosotros, pues para ellos, y para sus coetáneos, parecía que el tiempo era una cinta que duraba noche y día, sin que fuera necesario el descanso. Por los azares de la vida, Eduardo y mi madre murieron casi a la vez, en 1981, en el mismo hospital, el Hospital General de Tenerife. En una de aquellas visitas a mi madre, saliendo por la puerta principal, hallé a Maud y a Eduardo cerca del registro de entrada. Eduardo iba demudado y triste, su cara era la expresión de las noticias que iba a afrontar. A su lado, apuesta y sobria, como quien ya ha asumido la noticia que su compañero sufre de manera tan dolorida, iba Maud Westerdahl.

Tiempo después ella se trasladó a vivir, sola, cerca de su querido hijo Hugo, a Madrid, en el mismo edificio que su amigo Cristino de Vera y de la esposa de éste, Aurora Ciriza. Fueron, ya en tierra continental, amigos muy queridos ambos artistas. Ella prosiguió siendo la mujer importante, generosa y discreta, llena de humor y de conocimiento que ayudó, con Eduardo y con muchos otros, a aliviar a toda una generación, y también a sus contemporáneos, de una época que, siendo tan oscura, los tuvo a ellos, y a sus amigos tan inolvidables, para dar luz, sentido común, y alegría.

Ahora hay un libro reciente (Maud Bonneaud-Westerdahl. La creadora surrealista. Colección Universidad. Mercurio Editorial) que contribuye a prolongar esa alegría que habitó en la calle Enrique Wolfson de Santa Cruz. Está escrito por la muy inteligente (y excelente escritora) que es la historiadora del arte Ángeles Alemán, que desde Gran Canaria difunde lo mejor de lo que nos ha pasado en la materia que domina y que ahora se ha fijado, con todos los datos que ha tenido a su alcance, rebuscando, en esta mujer decisiva en la historia, menuda o grande, del surrealismo en cuyas aguas movedizas e impetuosas vivió. Los testimonios que Ángeles deja ahora a nuestro alcance permiten que aquellos que no tuvieron la fortuna de vivir esos domésticos y maravillosos años se integren ahora, con sumo detalle, en una vida en la que son importantes tanto los azares como las ansiedades por reproducir lo que fue la ambición de compartir con personalidades increíbles, incluido el que su fue compañero Óscar Domínguez, una experiencia que nosotros vivimos gracias a que ella y Eduardo nos abrieron de par las puertas y ventanas de sus conocimientos. Ángeles Alemán, como Maud, ha reabierto esas puertas y ha puesto esa casa en nuestras manos, ante nuestros maravillados ojos.

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