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Alfonso González Jerez

Retiro lo escrito

Alfonso González Jerez

La fantasía maniquea

Les aconsejo que si buscan información detallada y actualizada sobre el conflicto afgano y la fulminante victoria de los talibanes después de veinte años de guerra interminable no indaguen en este espacio ni escuchen tertulias en las grandes emisoras de radio o las principales cadenas de televisión para no empacharse de basura y falsedades chismosas (trash y bullshit). Más allá de la realidad fáctica lo que me fascina es la discusión moral que siempre se enraíza en una suerte de convicción inamovible: hay malos y buenos. Es muy fácil detectar lo que alimenta este maniqueísmo tranquilizador y complaciente: no queremos aceptar el mundo atroz en el que nosotros vivimos, los afganos matan y los matan, los migrantes africanos son tragados por el mar a millares o devueltos a palos a cualquier país. Sí, todo es un poco menos aterrador si suponemos que bajo la desolación, el espanto y la crueldad existe un oculto, o evidente, o defendible orden moral. No lo hay, por supuesto. Solo desolación y dolor, espanto y crueldad. Lo que se llama guerra, política, historia.

La reacción de la Unión Europea, su Parlamento y sus Estados asociados es lo suficientemente esclarecedora. El problema –para los dirigentes políticos y la burocracia bruselense– son los refugiados. Más concretamente el problema es que no empiecen a tocar a la puerta decenas de miles de refugiados. Por supuesto que será inevitable. Pero mejor endurecer posturas desde ahora mismo en el zoco comunitario para cuando llegue lo peor, como ha hecho Macron con un cinismo de ojos serenos. El derrumbe de Afganistán ha sido tan fulminante, y la salida de los estadounidenses tan patosa y patética, que cualquier compromiso organizado con los afganos ahora mismo en peligro –los que se comprometieron política o profesionalmente con las fuerzas de ocupación o el Gobierno de Kabul, las mujeres, los estudiantes– consiste esencialmente en una declaración verbal y nada más. En las guerras antiguas la atrocidad se convierte en la naturaleza cotidiana de las cosas. Afganistán –un cruce de pueblos, etnias y culturas que han recorrido su piel transeúnte– lleva siglos envuelta en guerras, choques y enfrentamientos con la participación rapiñadora de potencias extranjeras. Todas han cagado el territorio. El Islam tardó 500 años en conquistar política y religiosamente el territorio. Medio milenio de combates, convivencias, retrocesos, saqueos, divisiones y vuelta a empezar. Después de las truculencias y anhelos colonialistas de británicos, rusos y alemanes, la invasión de Afganistán fue la última mamarrachada de una Unión Soviética a punto de implosionar y la catástrofe actual se debe a la imbecilidad visionaria de George W.Bush y su afán de matanzas democratizadoras: la libertad con sangre entra. Todos los gobiernos occidentales (incluido el español) se han prestado a esta estrategia oligofrénica y canalla que ha costado la vida de cientos de miles de personas en lo que se llama Oriente Medio. Todos. Los talibanes son una piara de salvajes fundamentalistas suníes pero una fuerza capaz de ocupar las principales ciudades y provincias de un país en una semana que no se ha enfrentado una verdadera oposición entre la población civil. Casi todos los jefes y oficiales de Kabul y su provincia desertaron 48 horas antes de la llegada de las tropas de los talibanes y se pusieron a su disposición. Soviéticos y estadounidenses han combatido a los talibanes y los han reconocido como fuerza política. Los han matado a miles y han firmado acuerdos con ellos. Los han recibido en la Casa Blanca y los han declarado terroristas sanguinarios. Les han soltado balas y pasta, bombas para despanzurrar a sus hijos y armamento gratuito para que despanzurren a los hijos de sus enemigos. Este caos infernal, este padecimiento abierto como una llaga, no es un choque entre civilización y barbarie, entre el mal absoluto y el bien posible, entre fanatismo religioso y razón democrática. Es simplemente el horror que somos y el que seremos.

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