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Elizabeth López Caballero

El lápiz de la luna

Elizabeth López Caballero

Recuerdos de verano

Cuando era pequeña solía ir con mi padre a un barrio en el que solo había cuatro casas, cuatro puertas y ocho ventanas. En ese inhóspito lugar también había una montaña con cuatro entradas al pasado –muy pasado– que a mi padre le gustaba subir y bajar mientras intentaba engatusarme con leyendas, misterios y tesoros escondidos por los aborígenes. Yo nunca encontré nada de valor en aquel montón de tierra. Sin embargo, con el paso del tiempo me doy cuenta de que el verdadero tesoro estaba en aquellos momentos que pasábamos juntos. En el barrio vivía una señora a la que recuerdo siempre con el mismo atuendo: un vestido negro a juego con el delantal y el pañuelo anudado en la cabeza. Tenía un andar pausado que yo achacaba al peso de la tela de su vestido: dura, tiesa y áspera a la vista y al tacto. Cuando Julita, que así la llamaban, iba de un lado a otro, el roce de su ropa emitía un inquietante «frufrufru» que daba dentera. Los fines de semana iban más personas al barrio a visitar a los abuelos que vivían en tres de las cuatro casas, ya que la de fachada azul y blanca era de Julita y a la señora no se le conoció nunca descendencia. A lo tonto, los domingos éramos tres los chiquillos –un nieto por casa– que nos reuníamos en la plaza. Porque el barrio tenía una plaza. Sin remos o columpios, pero con un montón de opciones para creer que era una zona de guerra, un país por construir o un planeta deshabitado. En realidad, era un solar abierto rodeado por las cuatro viviendas, pero vete tú a decirle a tres niños hambrientos de aventuras que solo era un solar. Una tarde de finales de julio, mientras trajinábamos con tablas, tachas y piedrecillas, Julita nos hizo una seña para que nos acercáramos a su casa. Obedecimos, porque, aunque era rara, no era una extraña y era a los extraños, por orden paterna, a quienes no podíamos acercarnos. La vieja nos ofreció cinco duros a cada uno a cambio de cazarle lagartos. Aceptamos sin pestañear. Cinco duros eran cinco duros y allá por los noventa, tres canijos como nosotros podían sentirse millonarios. Julita nos dio un bote vacío de mayonesa Ybarra que aún conservaba un ligero olor ácido y una textura aceitosa que serviría como cebo para los incautos saurios. Con un movimiento de cabeza Julita nos indicó que nos pusiéramos en marcha. Una hora y media más tarde estábamos en el quicio de la puerta con nuestras sonrisas desdentadas y los botes llenitos de reptiles claustrofóbicos. Podríamos habernos largado con nuestros quince duros, pero éramos gente seria y la señora daba un poco de «yuyu». Esto se repitió prácticamente todo el mes de agosto hasta que mi padre me preguntó que de dónde sacaba el dinero, que no me daban ni él ni mi madre, para comprar tantas golosinas. Yo intenté mentir como una bellaca, pero cada vez que lo hacía –y lo hago– tartamudeaba. No me quedó más remedio que hablarles de Julita, del bote de mayonesa grasiento, de los lagartos y de los cinco duros. Mis padres se reunieron y luego lo hicieron con mis abuelos, que a su vez lo hicieron con los abuelos de los otros dos compinches. Nunca volvimos por el barrio en el que solo había cuatro casas, cuatro puertas y ocho ventanas. Alguna vez espiando «sin querer» a mis padres les escuché decir que Julita usaba los lagartos para hacer conjuros. Mis amigos, que solían espiar por descuido a los suyos, les escucharon decir que la pobre mujer colgaba a los lagartos de la liña. Hasta que se los comía, llegaron a decir las malas lenguas. Hoy volví a pasar por el barrio en el que ahora hay más de cuatro casas, más de cuatro puertas y más de ocho ventanas. Entre tantas viviendas modernas se encuentra la de Julita, con los muros del patio derruidos. La nostalgia me invitó a pasear por sus alrededores y hallé una de las liñas donde quizá tendiera a los lagartos. Un ruido me sobresaltó. Un reptil correteaba ágil entre los hierbajos. Quizá solo era su espíritu. O quién sabe, a lo mejor era el de Julita.

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