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Camilo José Cela Conde

Errores

Ninguna columna de opinión servirá para aliviar ni un ápice el desastre de Afganistán, en el que las mujeres se llevarán la peor parte. Tampoco ésta. Pero lo sucedido da, al menos, para que podamos plantearnos no la maldad ajena, la de los talibán, conocida de sobras desde hace mucho tiempo, sino la estupidez propia. Y no me refiero a la de la política exterior de los Estados Unidos sino a los errores que hemos cometido todos desde nuestro cómodo sofá de Occidente.

El primer error, que debería preocuparnos sobremanera, es el de creer que la democracia era exportable a Afganistán o, ya que estamos, a los numerosos países que por razones políticas, económicas, culturales o religiosas –a menudo son lo mismo– prefieren e imponen el quedarse en las condiciones de hace diez siglos. Si la democracia es un sistema difícil e imperfecto aquí mismo, pretender que funcione en un país que en realidad no existe y supone la suma de grupos tribales anclados, como digo, allá por nuestro siglo VII, es un sinsentido. Para lograrlo habría que terminar de antemano con esa estructura político-religioso-cultural, que es lo mismo que someterla por la fuerza. Es eso mismo lo que intentaron británicos primero, soviéticos más tarde y estadounidenses a la postre sin el menor éxito. Lo que nos lleva al segundo de los errores: el de creer que se puede ganar una guerra a los talibán.

Hace años leí un libro, la Psicología de la incompetencia militar de Norman Dixon que dejaba claro, hace casi medio siglo, por qué no se puede ganar una guerra en Afganistán, ni siquiera utilizando ejércitos y armas muy superiores a los que los talibán tienen. Citar a Alejandro Magno como excepción es tan común como engañoso. No sometió Afganistán mediante drones ni misiles. La entrada en Kabul de los insurgentes les convierte en dueños de un arsenal militar inmenso pero dudo mucho de que les sirva de nada. Su guerra es otra y saben ganarla.

El tercer error, quizá el más doloroso, es el de haber fracasado en el intento de garantizar a las mujeres afganas una vida conforme a lo exigible en nuestros códigos occidentales. Me confieso culpable porque siempre creí que la mejor estrategia era la de proporcionar educación a las niñas –la sharia, la ley islámica, lo prohíbe– y nos encontramos ahora con que, tras veinte años de relativa libertad, las mujeres con estudios incluso universitarios van a ser relegadas de nuevo a la esclavitud. Hace poco un artículo publicado por la ex-directora del diario de más difusión reclamaba a las mujeres españolas que hagan algo. No sólo ellas: los hombres, también deberían. Y los gobiernos, aunque sólo suponga poner paños calientes. Borrelll, desde la cumbre de la diplomacia europea, sostiene que hay que hablar con los talibán. El último error es creer que va a servir de algo.

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