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José Luis Villacañas

El poder de la sátira

El poder de la sátira La Provincia

Nadie podrá decir que la nueva temporada de la serie The good fight no es refrescante. Yo la estoy mirando porque tengo una rentrée combativa y ensayo a ver si se me pega esa forma fría de pelear, en la que los españoles somos tan malos. Aquí nos gusta enredarnos en palabras. Allí no se gasta una de más. Aquí todo son circunloquios por síntomas para camuflar la verdadera posición, a ver si engañamos al enemigo. Allí se va al grano y no se pierde un minuto. Aquí somos endiabladamente rebuscados para al final confundirnos con nuestras propias mentiras. Allí se pelea con franqueza. Si no tienes cartas te callas y si las tienes vas, pero nadie califica al contrario con valoraciones morales. El verdadero sentido democrático es que todos los combatientes saben de qué va el juego. Aquí todavía encontramos ese impostor que pretende decirnos que él, precisamente él, es muy ingenuo. Esos son los peores amigos y jamás podrás contar con ellos. Su ingenuidad siempre la usarán para dejarte tirado.

En la nueva temporada, que se titula precisamente Hay vida después de Trump, la serie ha rescatado a un siempre eficaz Mandy Patinkin, el Saul Berenson de la mítica Homeland y el no menos mítico Che Guevara en la Evita de los años 80. Y lo han rescatado para un papel central. Representa al titular de la sala del juzgado 91/2, una especie de juez de paz que comienza a ejercer la justicia del cadí en su negocio de reprografía. El argumento es fácil. La justicia estadounidense es cara y muchas personas no pueden acudir a ella sin arruinarse. Las costas y las penas son mucho más altas que los intereses económicos en juego, así que los pleiteantes se acercan al juez Patinkin y aceptan los veredictos de obligado cumplimiento.

La idea parece descabellada y libertaria. Si los privados se pueden poner de acuerdo entre sí, para qué necesitamos instituciones oficiales. Es como el bitcoin. Ese juez es una personalidad quijotesca y su propósito aspira a realizar una justicia barata y directa, pero basada en el sentido común democrático. Como contrapunto, la ingente cantidad de normas, antecedentes y regulaciones constituye una trama tan tupida de cláusulas que han sido estudiadas por los listos mucho antes de que el usuario normal se dé cuenta de que lo llevan a la ruina. Por ejemplo, una escuela tiene que cerrar por falsas denuncias en Facebook sin que la plataforma pueda ser acusada de tener responsabilidad alguna, al contrario de lo que sucedería si se tratara de un periódico que publica una noticia falsa. Esta especie de consejo de redacción invertido que dirige Facebook, cuyos analistas buscan sobre todo la fake más extrema porque ingresa más publicidad, está exento de responsabilidad porque la derivan a los particulares, protegidos por lo que entienden que es libertad de expresión.

Ese circuito diabólico no solo se carga los periódicos, sino la vida civilizada y desde luego la democracia. El tribunal oficial no puede hacer nada, pero el tribunal de Patikin puede analizar si la persona que lanzó la fake está protegida por la libertad de expresión. De ese modo, el juzgado 91/2 mantiene viva la aspiración de una justicia material vinculada a los valores de la democracia. Nadie ignora la dimensión utópica y alocada de esta figura, pero nadie puede dejar de desear que triunfe y la ciudad se llene de jueces de paz en salones de reprografía, o en tiendas de verduras, o en peluquerías, a los que los ciudadanos se someten voluntariamente para dilucidar sus diferendos de forma sencilla, barata y directa.

Los guionistas de la serie podrían haber justificado la misma propuesta de muchas maneras. Por ejemplo, podrían haber imaginado un sistema, bastante improbable, en el que los jueces se seleccionan por cantar de memoria temarios que ya cantaron sus abuelos, algo que podrían aprender papagayos o máquinas con suma facilidad. ¿Qué valores materiales democráticos se presumen para realizar esta tarea? ¿Qué compromiso con los valores supremos de la Constitución? ¿Qué actitud moral requieren estos hipotéticos candidatos? ¿Qué sagacidad para orientarse en los casos difíciles? ¿Qué capacidad de razonamiento para poner en tensión o en armonía lugares jurídicos de diferente jerarquía normativa? Todo aquello que se supone en un buen juez, según Dworkin, la claridad de criterio y la mirada integral para fundamentar sentencias desde la continuidad de los razonamientos morales y jurídicos, ¿cómo se adquirirá aprendiendo a cantar temas de memoria? Sería mejor seleccionarlos por saber cantar gregoriano. Eso al menos garantizaría sentido de la armonía.

Ese hipotético sistema, improbable en cualquiera de los mundos posibles con un gramo de inteligencia, podría mejorarse imaginando que quienes preparan para cantar a los candidatos a veces son antiguos jueces, cuyos amigos estarán en los tribunales. Podrían cobrar mucho dinero (incluso en negro) por el tiempo en que enseñan en el noble arte del bell canto jurídico, un aprendizaje de no menos de cuatro años. Si uno imaginara que en un rincón de alguna galaxia pudiera existir una magistratura que se reclutara mediante este pintoresco procedimiento, ¿cómo no desear que en cualquier esquina una persona razonable se ofrezca a dirimir desencuentros entre particulares dictando sentencias de forma rápida, barata y ajustada a razones entendibles por cualquier vecino?

Lo refrescante de este tipo de mundos alternativos, tal como los presenta The good figth, es que activan la imaginación. Quizá el efecto fundamental de todo esto sea responder a las cosas existentes con el desprecio que merecen. La sátira es, decía Hayden White, la forma de organizar una trama en la que el particular se ve sometido a poderes de los que sabe que no se va a poder librar fácilmente. Eso es lo que los españoles hicieron con un dictador que se llamaba Franco. ¿Y si Franco fuera una metonimia de esa totalidad de poderes que deberían merecernos el mismo respeto qué él nos mereció?

La imaginación política es una buena escuela de democracia porque ante poderes que se niegan a ser razonables, los ciudadanos tienen todo el derecho a dejar claro que no los tomen por tontos. Para mostrar su rechazo ante la realidad, la extreman todavía más y se vengan de ella de la única manera que pueden, ridiculizándola. El poder puede estar muy mal distribuido, pero quizá la inteligencia esté mejor repartida. Cuando no la acompaña el poder, y cuando el poder se llama Donald Trump, o su amigo Jeffrey Epstein, o sus replicantes (a los que la serie le dedicó la temporada pasada), entonces siempre tenemos a mano el poder de la sátira. Debería cundir el ejemplo. Se iban a librar muy pocos mundos posibles y al menos lo pasaríamos mejor riéndonos de ellos.

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