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Mercè Marrero

La suerte de besar

Mercè Marrero Fuster

Silencio

En mi adolescencia, si alguien quería besarte y hacerte arrumacos, te pedía si querías pasear cerca de las barcas. El eufemismo marinero era una propuesta de amour fou. Un sábado noche, el guapo guapísimo del pueblo le propuso paseíllo a mi amiga guapa guapísima. Salieron de la discoteca al ritmo del Voyage, voyage, de Desireless, y el resto de la pandilla creyó que esa música en francés solo podía ser el preámbulo de un verdadero amor de verano. No fue así y mi amiga volvió poco después con cara de decepción. Nos contó que, mientras ella le miraba fijamente haciéndole ojitos y sonriendo de costado tratando de incentivar el primer paso, él no paró de contarle batallitas de la mili. Así que, lo que tenía que ser un amour fou acabó siendo un amor pluf y, como las anécdotas que suceden en la adolescencia se recuerdan toda la vida, las amigas todavía nos burlamos de ese affaire que pudo ser y no fue las noches que hemos bebido un poco.

Me identifico con el chico nervioso y derrochador de verborrea sinsentido. Hace unos años, durante la presentación de un libro, me topé con un ex de mi juventud. Como siempre fue un chaval educado, me dijo que me veía bien. Me puse nerviosa y respondí que el mérito era de la faja que llevaba puesta. Imagino que mi ausencia de sofisticación contribuyó a que mi ex recordara por qué lo dejamos en su momento. Como el chico guapo guapísimo, yo tampoco atino. Hay que saber estar en silencio. Con los demás y con una misma.

Younes y su hermano pequeño tienen una tienda de frutas y verduras al final de la calle. Él se despierta cuando la mayoría dormimos, visita a payeses y conduce horas para tener su tienda abastecida a media mañana. Tiene tres hijos y el mayor le echa un cable llevando pedidos a los vecinos. Alguna vez, le he visto revisar sus deberes entre cajas de plátanos de Canarias y cebollas. Tendría cuatro hijos, si uno no hubiera muerto cuando era muy pequeño. Younes se rapó el pelo cuando enfermó. En cuanto le crecía un poco, volvía a pasarse la máquina hasta quedarse calvo. En esa época, en su tienda sonaban cánticos suaves en árabe. Me dijo que eran salmos del Corán. A su hermano le gusta el pop. Durante el turno en el que él trabaja suenan Prince, Madonna o el Voyage, voyage, de la adolescencia. Mientras Younes está al mando no hay música, salvo el otro día, que, mientras elegía tomates y sandías, escuché un par de canciones bailables. Le pregunté si se estaba pasando al mundo discotequero, pero no. Había tenido tanta avalancha de clientes que ni se había dado cuenta de que sonaba la música. «No necesito el ruido. Ni canciones, ni informativos. Hago más de cien kilómetros diarios y siempre los hago en silencio. Es una forma de ordenar mi vida y pensamientos», me dijo.

Salí cargada de frutas y verduras pensando en las oportunidades que se pierden por hablar de más. Por decir, opinar o juzgar sin venir a cuento. Sin ir más lejos, si no hubiera hablado de mi faja aquel día, quizás habría vuelto a pasear por las barcas con mi ex de juventud.

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