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José Antonio Díaz Lago

Las matemáticas y la luz

Las matemáticas y la luz La Provincia

En uno de sus cuentos, El Rey Baltasar, Clarín narra la historia de un honesto y competente funcionario que, desesperado por no poder comprar en Navidad juguetes a sus hijos, incurre en una pequeña corruptela que le cuesta el puesto y le lleva a la ruina y el deshonor. El héroe del cuento se lanzaba a la calle dispuesto a todo: «Lo primero que hizo… fue lo que hace el gobierno, pensar en los gastos y no en los ingresos». Que hace más de un siglo las prioridades gubernamentales que Clarín percibía fuesen tan similares a las actuales, no sé si, en estos tiempos de estío y reflexión, sosiega el espíritu o lo altera. Habrá que contemplar con benevolencia nuestros defectos, quizá derivados de nuestra idiosincrasia, aunque, por otro lado, un siglo largo resulta tiempo suficiente para ir aprendiendo.

Las cuestiones financieras siempre han tenido mala prensa entre muchos gestores, que se vengan con los responsables apeándoles figuradamente de los cargos: «Ya están aquí los de las perras» y cosas aún peores, pero si encima a aquellos se les dice que antes que pensar en los gastos hay que pensar en los ingresos puede que a algunos directamente les entre una apoplejía severa. La tiranía de los gastos supeditados a los ingresos amenaza con amargarnos la vida, recordándonos lo que ya sabemos, y que nos gusta olvidar, que los gastos no pueden ser ilimitados.

En estos días, el precio de la luz alcanza cotas históricas y empezamos a pensar, aleccionados por el gobierno, en poner el lavavajillas o la lavadora a ciertas horas mejor que a otras. Además, la deuda pública sigue su imparable ascensión hacia cifras que amenazan con lastrar el futuro de generaciones enteras, mientras que los cacareados fondos comunitarios se han convertido en un arcano digno de una novela de suspense de Agatha Christie, de la que solo ella sabe el desenlace y lo revelará en la última página. Por si fuera poco, el fantasma de la inflación, que parecía desterrado para siempre, asoma nuevamente y hay quien piensa que retornará antes que después, lo cual serían palabras mayores.

Sin embargo, el gobierno actual, perfectamente homologable al del cuento clariniano, no parece estar dispuesto a ceder en sus políticas sectoriales, en esa tarea titánica de transportar a España hacia el futuro y más allá de las galaxias de Orión, mal que nos pese y aunque no sepamos cómo lo pagaremos. Así, lavadoras y lavavajillas aparte, no se atisba demasiada preocupación por estos prosaicos asuntos presupuestarios (en todo caso, siempre culpa de otros), exceptuando el embolado de las jubilaciones, del cual poco sabemos, salvo algunos avisos poco claros y nada tranquilizadores, que se sustanciarán en otro desenlace aún desconocido.

La política gubernamental prosigue su camino de innovación y sorpresa en los contenidos que, aunque no solo, afectará, a través de una nueva ley de educación, incluso a las matemáticas. Los párrafos que se han filtrado de este proyecto de ley, aunque seguramente el gobierno dirá que están descontextualizados, son sublimes; así, se nos habla de una política de género que reconozca el mérito de las mujeres matemáticas (por lo visto no se reconocía), del concepto socioemocional de esta disciplina y de la necesidad de aceptar que el error es una parte del aprendizaje (quien haya escrito esto último pensará, probablemente, que ha descubierto algo tan novedoso que es digno de resaltarse en una ley). Sin duda la intención es buena y, además, podemos estar tranquilos porque habrá unas exigencias mínimas: vamos, que las cuatro reglas se seguirán enseñando. De todos modos, algunos párrafos han quedado un tanto prolijos: «Desarrollo de habilidades y modos de pensar basados en la comprensión, la representación y el uso de números y operaciones; el de la medida -entender y elegir las unidades adecuadas para medir y comparar o comprender las relaciones entre magnitudes-; el espacial; el algebraico y el estocástico (interpretación de datos)». Cierto es que, si los conceptos resultan áridos, dará lo mismo según los nuevos criterios educativos, ya que lo difícil será no aprobar.

Reformando la enseñanza de las matemáticas se podrá recurrir, si alguien se pone tozudo con los descuadres de gastos e ingresos, y siguiendo la dialéctica del Ministerio de Educación, a la parte socioemocional y metafísica. Esta jerga no es inocente, recupera los viejos clichés que nadie ha expresado en estos tiempos mejor que Piketty, el economista socialista de moda: «El verdadero cambio vendrá de la reapropiación por parte de los ciudadanos de las cuestiones e indicadores socioeconómicos que nos permitan organizar la deliberación colectiva» dice. O sea, en román paladino: más que incrementar los recursos, lo importante es distribuirlos por igual (por Piketty y sus colegas, por supuesto); la vieja receta marxista.

Sería improbable que Clarín se sorprendiese si levantase la cabeza, pero para que la luz baje y las matemáticas no se conviertan en una ciencia moral, invoquemos el sentido común colectivo (a semejanza de aquellos dos agricultores jubilados aragoneses que, justo antes de la crisis del 2008, vaticinaban que gastarse lo que no se tenía no podía ser y aquello acabaría mal). Como decía el escritor irlandés John Corry: «Ten cuidado con la gente que moraliza sobre cuestiones importantes, moralizar es mucho más fácil que enfrentarse a la dura realidad».

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