Es corriente usar en economía la metáfora de la “tormenta perfecta” para definir de forma simplificada aquella situación en la que una combinación de adversidades provoca efectos devastadores o amenaza con hacerlo. Una versión aplicada a lo que está ocurriendo con el precio de la luz podría ser esta: a muchos hogares y empresas españolas les están cayendo encima rayos y centellas de un temporal con orígenes en la política energética nacional y europea, en la especulación internacional con las materias primas, en decisiones geoestratégicas tomadas en Pekín y en Moscú... Detrás de los hasta 800 euros que en un mes ha pagado de más una empresa de consumo intensivo –basta un negocio hostelero de tamaño grande– pueden hallarse explicaciones variopintas, algunas de apariencia conspiranoica, pero todas las citadas tienen algo que ver. Como ocurre con este otro rasgo de la reciente ascensión del kilovatio hora: la veloz descarbonización en marcha está entre los factores que alimentan los precios eléctricos.

Algunos números básicos. El kilovatio hora se ha encarecido el 138% desde diciembre de 2020 en el llamado mercado mayorista eléctrico (0,042 euros a finales del pasado año y 0,100 euros en los primeros trece días de este agosto). Tal resultado equivale a una subida del 30% de la factura final para un consumidor acogido a la tarifa regulada por el Gobierno, directa y diariamente conectada a las variaciones de los precios mayoristas. En esa situación están el 38% de los usuarios canarios.

El impacto en el resto de hogares y pymes, con contratos de mercado libre, llegará cuando sus compañías les actualicen las tarifas que tengan concertadas. Considerando también que la energía consumida representa a menudo más del 80% del recibo de las industrias, sus costes eléctricos se habrán duplicado, a no ser que estén resguardadas por contratos de precios fijos a medio o largo plazo, pactos mucho más infrecuentes en España que en otros países europeos.

Dos culpables. ¿De dónde viene esa tormenta eléctrica que socava la renta de los hogares, recarga los costes de las pymes y ahonda la pérdida de competitividad de las fábricas? El consenso de los analistas apunta hacia dos lugares: el encarecimiento del gas natural en los mercados internacionales, que ha cuadruplicado su precio en el último año, y el sobrecoste de los bonos para emitir dióxido de carbono (CO2), cuya cotización se ha duplicado en el mismo plazo.

Ambos componentes encarecen la producción de las centrales de ciclo combinado, tecnología de generación que, de manera directa o indirecta, marca en situaciones como la actual el precio del kilovatio hora en España, haya sido producido efectivamente en una térmica de esa clase o por cualquier otra planta (nuclear, eólica...).

Un informe elaborado por tres economistas del Banco de España (Matías Pacce, Isabel Sánchez y Marta Suárez-Varela) estima que el 50% de la subida es atribuible al gas natural y en torno al 20% a la inflación de los bonos de carbono. Otra parte provenía, añade ese análisis, del efecto de aplicar el llamado impuesto sobre el valor de la producción eléctrica (7%) sobre una base imponible mayor, hasta que el Gobierno decidió suspender el tributo en uno de sus intentos de contener la factura.

El CO2. Identificados el CO2 y el gas como responsables, el hilo conduce a las trastiendas de los mercados donde se forman sus precios. Comprar un bono para emitir una tonelada de dióxido de carbono costaba hace un año 25 euros y hoy, 56. Un ciclo combinado emite 0,4 toneladas por cada megavatio hora que produce, de forma que este agosto cada una de esas unidades generadas con la referida tecnología se ha encarecido en 12 euros. ¿Qué ha ocurrido? ¿Se ha producido una súbita escasez de derechos de CO2 en el mercado donde se compran y venden?

No en la medida que justifique una evolución del precio como esa. La respuesta está en otra parte: “Los objetivos de reducción de emisiones (...) anunciados por la Unión Europea, comienzan a concretarse en normas y políticas concretas; el mercado va por delante de la política y los fondos de inversión han visto en el mercado una oportunidad”, exponen los expertos de la consultora ASE.

Dicho de otro modo: la decisión de la UE de acelerar la descarbonización, elevando del 40% al 55% el objetivo de reducción de emisiones de gases de efecto invernadero para 2030, ha dado alas a la Bolsa del CO2, donde la compra especulativa (por fondos, traders y bancos) tiene cada vez mayor peso. El Banco de España, siempre contenido en su lenguaje, habla de que “no puede descartarse que exista –efectivamente– un componente especulativo significativo”.

El 11 de diciembre de 2020, los Veintisiete aprobaron la nueva velocidad de la transición energética, con España y su ministra y vicepresidenta Teresa Ribera entre los principales y más entusiastas muñidores del acuerdo. En esos días, el bono de CO2 tocó por primera vez los 30 euros y acentuó una tendencia alcista que hoy perdura.

La Bolsa del carbono, que con la aquiescencia del Gobierno de Pedro Sánchez había acelerado el cierre de las térmicas de carbón españolas sacándolas del mercado eléctrico por sus altos costes –las térmicas emiten al menos el doble de CO2 que los ciclos combinados–, iba camino de inflar, como ha ocurrido ocho meses después, el recibo de ciudadanos y empresas a través de las centrales de gas y del contagio al resto de tecnologías que componen la dieta eléctrica del país.

El gas. El foco principal del tarifazo está puesto sobre el gas natural. El salto que ha dado su cotización internacional ha sido relacionado por los analistas con cuestiones como las bajas reservas en la UE, las restricciones del suministro ruso a Centroeuropa y la intensa demanda asiática, cuya recuperación económica poscovid es particularmente intensa.

La descarbonización asoma también aquí por varios frentes. En Europa hay una primera conexión con la cotización del CO2, que “indujo una evolución alcista de la demanda de gas natural frente al carbón y, en consecuencia, en su precio”, explican los expertos de la sociedad gestora del Mercado Ibérico del Gas (Mibgas).

Fuera de Europa, China se ha convertido en el principal consumidor de este combustible, aventajando a Japón, tras haber fijado sus objetivos descarbonizadores (emisiones cero en 2060, diez años después que Europa) y haber iniciado un proceso de sustitución del uso de carbón por gas.

Pero el comportamiento del referido combustible debe contextualizarse además con la inflamación que se ha producido, en general y desde hace meses, en la cotización de las materias primas. La planta financiera del edificio capitalista global está inundada de dinero por la prolongada política monetaria ultraexpansiva de los bancos centrales. Los inversores buscan la rentabilidad más allá de la Bolsa, que “está cara”, y de los mercados de deuda, con escaso recorrido ya.

Cuenta Javier Méndez Llera, economista y secretario general del Instituto Español de Analistas Financieros, que, en ese entorno, también de recuperación del PIB mundial y crecimiento natural de la demanda, florecen las “inversiones alternativas”, como las apuestas sobre los precios de producciones básicas (combustibles, metales, cosechas agrícolas...) en los mercados de futuros, con frecuencia a través derivados financieros y otros vehículos de análoga opacidad. Quienes están detrás no son compradores efectivos de nada de ello, pero sus maniobras terminan trasladándose a los precios.

“Existe un gran consenso político sobre la descarbonización, y el gas natural se perfila con claridad como el combustible de transición”, explica Méndez Llera. Así que los fondos y otros inversores especulativos han puesto proa hacia el gas, ante la certeza de que su demanda mundial se acrecentará en los años más inmediatos con la transición ecológica. Quizá hasta que se concrete el magno despliegue de energías renovables que todos los países desarrollados tienen en cartera y, en particular, hasta que las tecnologías emergentes capaces de sustituir el papel de respaldo de los ciclos combinados (hidrógeno verde y otras formas sostenibles de almacenamiento energético) alcancen el tamaño y competitividad necesarios.

El mercado. Tras lo escrito hasta aquí puede decirse que la factura se ha disparado siquiera en parte por una combinación de decisiones de política energética, alentadas dentro y fuera de España, y por las fuerzas que ello ha removido en mercados de ámbito internacional, algunos creados ex profeso como herramientas para inducir la descarbonización de la economía, caso de la Bolsa del CO2 en la UE. ¿Cómo se trasmiten esas fuerzas dentro de España hasta que impactan en las cuentas de hogares y empresas? El funcionamiento de los mercados eléctricos mayoristas es semejante en todos los países de la UE, que en los años 90 del pasado siglo, y bajo la bandera liberalizadora que ganaba terreno desde una década antes, adoptó el denominado modelo “marginalista”. Su diseño, argumentan sus defensores, está orientado a primar la entrada de las tecnologías y centrales más eficientes y baratas, aunque uno de sus fundamentos es un criterio de difícil digestión, sobre todo cuando la luz escala como ahora: todos los kilovatios hora que cubren la demanda en cada hora del día se retribuyen al mismo precio, el más alto que sea aceptado, con independencia de que sus costes sean muy elevados (los de un ciclo combinado ahora) o especialmente bajos (los de una planta hidroeléctrica que esté totalmente amortizada).

Si bien la metáfora es imperfecta –porque “todos los kilovatios son iguales”, suele decirse en el sector energético– los más críticos con el sistema sostienen que con mucha frecuencia los consumidores de electricidad están “pagando agua a precio de champán”.

El mercado mayorista español (pool, en la jerga técnica) es en esencia igual al de cualquier otro país europeo. Y en todos ellos se han producido grandes ascensos. Pero hay lugares donde la conexión entre ese mercado y el consumidor final es menos directa, como en Alemania, donde abundan los contratos de precio fijo. El Gobierno español, en una decisión que el tiempo ha demostrado inoportuna, reforzó el vínculo entre el pool y el recibo cuando en junio, ya con la luz hacia arriba, implantó la nueva tarifa regulada de precios horarios.

Aun con mecánicas iguales, el comportamiento del mercado francés o del alemán ha sido algo más contenido que el del español, diferencias ligadas a las dietas energéticas disímiles de los países. La de Francia mantiene un componente nuclear muy alto, que en ciertos momentos puede atemperar los precios. Alemania compagina una alta penetración de renovables con una aportación todavía muy relevante de las térmicas de carbón, en particular de las que consumen lignitos nacionales, con emisiones altas de CO2 pero con costes de extracción y logística muy competitivos. En España avanza la energía verde (47,5% de la generación este mes de agosto, frente al 38,4% de 2020) y las centrales carboneras casi han desaparecido de sistema.

Los acontecimientos de las últimas semanas en España vienen a certificar que la expansión renovable, principal recurso energético del país, no tiene por ahora dimensión suficiente para abaratar el precio del kilovatio –como se pronostica para el medio y largo plazo– y para hacer que el sistema esté menos expuesto a la inflación de los mercados del CO2 y del gas, estimulada por las apuestas políticas en favor de una descarbonización presurosa.

¿Estaríamos en otra situación sin los cierres de térmicas de carbón iniciados en 2018? Difícilmente, porque el carbón importado, como otras materias primas, también ha disparado su cotización en el último año (pasó de unos 50 dólares por tonelada a 150). Si se añade la factura del dióxido de carbono, que más que duplica la de los ciclos combinados, resulta verosímil concluir que, con más carbón en la caldera eléctrica española, el recibo que llega a las casas y los neegocios habría subido los mismo o quizá más.