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Juan Cruz Ruiz

Testigo de calle

Juan Cruz Ruiz

Gabo y Eisenhower en una juguetería de Ginebra

Quienes hayan conocido a Gabriel García Márquez en persona, y no sólo leyéndolo, lo recordarán preguntando. Su manera de hacerlo era la de un hombre curioso, que es la antesala de lo que debe ser un periodista: un preguntón. Como los niños, Gabo carecía de vergüenza para preguntar por lo que no llegaba a entender. Lo hacía obsesivamente, sin cesar hasta que tuviera claros los elementos que precisaba para comprender los hechos. No preguntaba tan solo por saber para sí mismo, sino para contarlo. Sus memorias, por cierto, se llamaron así, Vivir para contarla, y ahí no refería grandes sucesos, hechos sobresalientes de los que tuviera noticia porque estuviera cerca o en el meollo, sino porque se le quedaron en la memoria, precisamente, porque tuvieron que ver con las que cosas que le pasaron a él u ocurrieron estando presente.

Costaba hacerle opinar a Gabo. De hecho, en las ocasiones en que tuve la oportunidad de estar cerca de su inteligencia de narrador y de periodista, y de ser humano, sólo dos veces tuve oportunidad de escucharlo expresar lo que podríamos llamar opiniones contundentes y no preguntas o consideraciones a partir de lo que él sabía acerca de las preguntas. Una de esas veces fue en una conversación casual que íbamos teniendo en una sobremesa en Guadalajara (México) cuando alguien evocó, circunstancialmente, la figura de un líder latinoamericano muy notorio en ese momento y él se refirió, sin mucha más reflexión, a la falta de educación con la que el mencionado solía comportarse. En el otro caso fue una reflexión muy espontánea de estupor por lo que un colega suyo había hecho para malgastar el tiempo, y en este caso el tiempo del propio Gabo. De resto, para cumplir con su oficio o simplemente para saber, García Márquez preguntaba, preguntaba y preguntaba. La antesala de esas preguntas solía ser esa expresión, “Ven acá”, tan propia de quienes aprendieron a hablar, y por tanto a preguntar, en el Caribe.

Casi toda la obra de García Márquez (sin duda la periodística) la hizo el Nobel de Aracataca preguntando; sus novelas provienen de indagaciones en las que le ayudaron amigos o próximos, y de hecho hasta la mayor ficción de su historia, Cien años de soledad, responde a su capacidad para preguntar sobre lo que tuvo más próximo, la vida en Aracataca, donde tuvo a tiro de piedra de su casa los hechos, e incluso los milagros, que narra. La fábrica del hielo a los árboles o las piedras prehistóricas, así como las fantasías, son realidades que estaban nada más salir de su casa y encontrarse con sus amigos fabulosos o con el vestigio de las cosas que eran reales y él hizo maravillosas. En la obra periodística, que es un arsenal de enseñanzas sobre el oficio, la consecuencia de casi todo es lo que viene después de preguntar, que es saber.

De ese modo Gabo llegó a extraordinarios reportajes que hoy son materia muy precisa de aprendizaje para aquellos que quieran saber por qué su colega Eugenio Scalfari dijo, en una célebre conferencia para estudiantes del oficio, aquella frase que ya es materia inmortal de nuestros saberes o inquietudes: “Periodista es gente que le dice a la gente lo que le pasa a la gente”. Por esa vía, que en periodismo es intravenosa, o debe serlo, Gabo llegó a hacer indagaciones que luego han resultado materia para la historia de su país, Colombia, pero también sustancia de esta profesión tan golpeada ahora por una competencia feroz que no tiene nada que ver con el periodismo, aunque lo parezca, y es el trabajo que se hace en las redes sociales para decirle a la gente lo que pasa sin que haya constancia de que realmente ocurra.

Entre esas enseñanzas que dejó Gabo atrás, y que sirven para hoy, una es aquella célebre crónica del encuentro de Eisenhower, entonces presidente de los Estados Unidos, con la alegría de encontrarle juguetes a sus nietos mientras en una sala de Ginebra se repartía la Europa de la posguerra mundial. Era 1956, Gabo era enviado especial a Ginebra, donde se producía esa cumbre mundial tras el desastre, y se aburría tanto como suele ocurrir alrededor de esos debates en los que todo se produce a puerta cerrada, como decían en mi barrio, a piedra y barro. Debió aburrirse también el presidente norteamericano, pues durante más de tres horas estuvo desaparecido, ante el liviano estupor de sus colegas políticos y la curiosidad precavida de los periodistas, que aguardaron sin más el desenlace de ese misterio: ¿dónde demonios está Eisenhower?

A Gabo se le ocurrió lo evidente: hacerle la pregunta a tantas personas como pudo, hasta que dio con una clave de todas las preguntas: ¿qué le podía interesar más a Eisenhower que aquella tediosa reunión de burócratas con poder? Probablemente, los nietos, pues tenía dos en edad para requerir los mimos de los regalos. Alguien debió decirle que era posible que estuviera, pues, en una juguetería, e indagando más dio con el sitio en el que se había gastado el tiempo y el dinero el presidente de los Estados Unidos hasta que finalmente regresó adonde lo esperaba la historia.

Ya no estaba allí Eisenhower, pero Gabo llegó a tiempo a contar esa pequeña o gran historia del líder mundial en la juguetería, y fue el propio juguetero el que le contó al periodista los detalles (todos los detalles: al cronista le importaban todos los detalles) de la compra. Fueron dos juguetes, un avión militar para el chico, una muñeca para la chica. El carácter obvio de aquellos gustos añadía verosimilitud a la pesquisa, pues la identidad de lo que regalan suele remitir al carácter de los abuelos. Con esa información, aderezado con su genio para contar, hizo Gabo una preciosa crónica que su periódico, El Espectador, colocó para siempre en la primera página del diario y en la primera página del periodismo. El que fue su redactor jefe, José Salgar, la eligió muchos años después para que figurara en la antología Gabo periodista que su fundación en Cartagena de Indias editó en un libro precioso.

Ahora los periodistas tenemos tendencia a malgastar nuestro tiempo opinando, opinando y opinando, diciendo nuestras respuestas como si éstas fueran preguntas, o como si nosotros hubiéramos nacido al oficio para tener todas las respuestas cuando en realidad lo que deberíamos tener, tan solo, y no es poco, preguntas y preguntas y preguntas. La realidad son hechos, como se demuestra, por ejemplo, en Todos los hombres del presidente, esa historia del periodismo hecho cine. Ahí, el director del Washiington Post, Ben Bradlee, impone a sus periodistas, Bernstein y Woodward, este mandato: “tráiganme los hechos”. Ahora estamos más por la opinión que por los hechos, y esto al periodismo le hace un daño (Gabo lo hubiera dicho así) del carajo.

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