Entre los notables defectos que adornan a nuestros gobernantes, uno de los más lacerantes es el cortoplacismo. Lejos de adoptar visiones estratégicas y de elaborar planes con visión de futuro, nuestros administradores acostumbran a enfrentar los problemas una vez que los tienen delante de las narices. Hasta ese momento su política suele limitarse al parche, a la adopción de medidas apresuradas que calmen a modo de paliativo la situación. Esa frustrante tendencia al hoy y al ahora incumbe a todos por igual, no entiende de colores ni ideologías y se hereda, como si se tratase de una suerte de tara, entre las sucesivas generaciones de políticos, que lejos de aprender de los errores de sus predecesores, los extienden de forma insensata. Su única preocupación es salvar el árbol, aunque el bosque con el tiempo se eche a perder.

Toda España en general y Canarias en particular conoce desde hace años el horizonte absolutamente preocupante que se cierne sobre la dependencia. Se trata de un fenómeno de formidables consecuencias personales, sociales y económicas que no deja de crecer y que es imprescindible acometer con una visión estructural, poliédrica, global, ambiciosa, valiente.

Como si fuese un mantra que, lejos de alertar, adormecía las conciencias y la sensibilidad de nuestra clase política, desde las administraciones se han venido desoyendo las voces de alarma, en no pocas ocasiones desesperadas, de los propios dependientes, de sus familiares, de los trabajadores del sector o de los expertos en la materia. Todos, de forma unánime, les han conminado a tratar la dependencia como un problema de estado y les han advertido de que no es una cuestión puntual de fácil arreglo con un puñado de planes y acciones que con frecuencia parecen improvisados, sino que estábamos ante una verdadera emergencia social que no puede permitir que nuestros administradores –estatal, autonómico y local– la sigan abordando con la política del avestruz.

Si el fenómeno es grave en el conjunto del país, en Canarias adquiere mayor dimensión por la propia situación económica de nuestra población, con índices de pobreza superiores a la media nacional. Ochos personas cada día, tres cada hora, fallecieron en la región entre enero y julio de 2021 esperando a que se les concediera una ayuda a la dependencia, según los datos del Ministerio de Derechos Sociales, que hablan de 1.753 isleños muertos, de los que 1.202 estaban aún sin pasar la evaluación previa para acceder a la prestación y 551 tenían reconocido el derecho a recibir el dinero pero seguían en lista de espera. El Gobierno de Canarias se ha apresurado a explicar que en esa trágica estadística se incluye a personas que murieron en 2018, en la legislatura anterior, bajo el mandato de otro Ejecutivo, de otro color político, sin precisar cuántas. Triste consuelo para los actuales responsables o los anteriores.

La dependencia se convertirá, si no lo es ya, en una de las grandes amenazas que nos aguardan a la vuelta de la esquina. Y si no se toman medidas la bola de nieve seguirá creciendo de forma inexorable. Pese a ese virus del simplismo que con tanta frecuencia se inocula en nuestra clase política, los problemas complejos requieren soluciones complejas. Y la dependencia es uno de ellos. La goma ya no se puede estirar más, a riesgo de que se rompa. Ha llegado el momento de acometer iniciativas que ataquen con rigor y recursos todos los frentes. No se trata solo de incrementar los fondos, aunque por supuesto el dinero juega un papel capital, sino de aproximarse al fenómeno desde todos los puntos de vista, sin miopía ni apriorismos, con una visión abierta.

Los expertos reclaman una prevención sanitaria adecuada que contribuya a aminorar el impacto. Porque algunos problemas graves de mañana –fundamentalmente los de naturaleza mental– se pueden detectar hoy, y reducir o ralentizar su daño con un tratamiento adecuado. Demandan también una decidida apuesta por abrir más centros públicos. Los actuales, además de insuficientes, son con frecuencia extremadamente caros, imposibles de costear por los bolsillos de nuestros mayores.

Y la situación se verá agravada en el futuro, con pensiones más bajas y menos ingresos en los hogares.

Cada vez son más numerosas las voces que denuncian el “gran negocio” en que se ha convertido la atención geriátrica. El Gobierno central tampoco puede seguir mirando hacia otro lado, como si esta situación no fuese de su incumbencia. Su papel no puede ser el de un mero observador, sino el de un actor clave en la mejora de las prestaciones.

La formación y la contratación de profesionales constituyen, asimismo, una prioridad. Resulta palmario que el ámbito socio-sanitario precisa de más medios humanos y técnicos. La farragosa burocracia, el interminable papeleo, un mal congénito de nuestras administraciones, son letales, en este caso de forma literal, en el caso de la dependencia. El tiempo se hace eterno para una persona que supera los 80. Porque cada día tiene que lidiar –el solicitante y sus allegados– con innumerables dificultades y sacrificios. Cada vez son más las personas, generalmente mujeres (hijas, hermanas, nietas...), que presentan cuadros de agotamiento mental o patologías físicas consecuencia de atender a sus mayores. Por no hablar de la obligación de renunciar a su vida laboral o a cualquier tipo de promoción en su puesto de trabajo. El castigo es, en su caso, doble.

Y el futuro, desgraciadamente, no alimenta el optimismo. Las pensiones mermarán de forma constante y las familias dispondrán de menos recursos para garantizar su bienestar. Por ello es vital edificar ahora una estructura administrativa con pilares sólidos que, con una reorientación de las prioridades en el gasto público, permita garantizar una vejez digna.

La tarea que tienen ante sí nuestros gobernantes es ingente y el retraso, cuando no la pérdida de tiempo, resultan alarmantes. La ley de Dependencia va a cumplir 16 años desde su entrada en vigor. Aquel texto bienintencionado y cargado de compromisos y obligaciones autoimpuestas lleva camino de convertirse en papel mojado. En un dramático fiasco.