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Juan Francisco Martín del Castillo

Progres en Kabul

La vida es un reto constante, un examen casi diario, pero también un compromiso, especialmente cuando dispones de unos principios conocidos por todos.

Los tengamos o no, los principios son un fastidio, porque exigen del individuo un código de conducta, una forma de estar y presentarse ante el mundo. Para el caso, la caída de Afganistán en manos de los talibanes es la última oportunidad por el momento para poner a prueba unos principios, singularmente de los envanecidos. La tribu progre, aquí como allá, tanto en España como en los mismos Estados Unidos de América, tiene frente a sí, no sólo una derrota histórica, sino un desafío para las ideas, los argumentos ideológicos y, sobre todo, para el carácter y la determinación de las personas concretas que los defienden. Si fuera progre - ¡vade retro, Satanás! -, pero de los de verdad, aunque en el fondo la progresía y lo auténtico se dan de tortas cotidianamente, vería lo de acudir con urgencia a la capital del imperio talibán como la prueba de fuego, algo así como la búsqueda del santo Grial. Repito, si el progre lo es de corazón y convicción, entendería que ese es el lugar en el que ha de estar. El progre pierde el culo, con perdón, por la defensa de los vulnerables, de los marginados del poder y los orillados por la historia. Y en aquellas lejanas tierras, la espada de la barbarie, esa cimitarra que se cierne particularmente sobre las cabezas de las niñas, necesita en su contra del coraje del progre. Si se me permite, propongo un equipo A de elegidos: por un lado, el niño Errejón, quizás el repuesto catedrático de Metafísica o por qué no el del fachaleco de Galapagar, apagado ya el brillo mediático. El gran Wyoming, señalado desde un principio como el sanitario del batallón, y el afanoso Mejide, entre los televisivos. De las féminas, la impagable señorita Lastra, seguida de la ministra de “Sálvame”, la conocida señora de Iglesias, o la alcaldesa de Gijón serían las mejor posicionadas en las listas. Qué experiencia más bonita sería ver a estos “héroes de la debilidad”, según las palabras proféticas de Thomas Mann, desembarcar de un Hércules estadounidense para luchar por unas ideas que tan intensamente exhiben a la menor ocasión. Sin duda, la primera sensación estaría provocada por el asiento reservado en el avión americano, para ellos el símbolo de la opresión mundial. Es como mezclar aceite y agua, pero démoslo por factible. Ya en suelo talibán, me gustaría comprobar los redaños del personal ante la barbarie, ante esos ingenuos barbudos que disfrutan como niños con los cochecitos de choque, pero sin apartarse ni un instante del kalashnikov. Vendrían a ser cómo las nuevas brigadas internacionales, en glorioso recuerdo de aquellas otras de la Segunda República. ¡Es tan fácil decir a diestro y siniestro lo que hay que pensar y cómo actuar! Pero, amigo, lo que se dice coherencia, coraje y valor, ya es harina de otro costal. Progres del mundo, hipócritas de medio pelo, si os queda algo de lo que hay que tener, emprended el camino. Afganistán espera. Y, si no, callad para siempre.

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