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Alfonso González Jerez

Retiro lo escrito

Alfonso González Jerez

El desgaste de la monarquía

Recuerdo esa broma verdadera de Gloria Fuertes: «Hasta los hijos de los reyes magos saben que los reyes magos son sus padres». Ahora nosotros, todos los que ya no cumpliremos cuarenta años, lo estamos descubriendo. Es muy perturbador, en efecto, y existen motivos para sentir decepción y rechazo por la figura de Juan Carlos I de Borbón quien, ciertamente, no ha sido acusado ni procesado (aun) por ningún delito, pero al que oscurece una nube de indicios cada vez más oscura y asfixiante. La Fiscalía ha exigido hace pocas horas a la Casa Real todos los pagos que se le hayan realizado desde que abdicó y dejó de estar protegido por la inviolabilidad que establece el artículo 56 de la Constitución. El teniente fiscal del Tribunal Supremo entiende que demasiados indicios señalan que la muy considerable fortuna del exmonarca «procede de su intermediación en negocios internacionales». Mientras tanto Juan Carlos I sigue en un hotel de lujo delirante en Abu Dabi a 6.000 euros la noche y con un equipo policial de cuatro agentes. Quizás se pague la estancia de su propio peculio, pero la de los funcionarios de la Policía Nacional, desde luego que no.

Por supuesto que los hay que no están dispuestos a sentirse estafados o notar durante un minuto una orfandad simbólica. Son los peores enemigos de la institución monárquica: los que le siguen riendo las gracias al Emérito. Los que son capaces de afirmar –cualquiera ha podido oírlo–que si un concejal se lleva una morterada en una recalificación, debemos ser comprensivos con un monarca comisionista espoleado por la memoria de una infancia y juventud sin un duro. Una variante evolucionada de esta actitud es la que advierte que una cosa es la institución monárquica y otra el propio rey: una pobre argucia argumental. Porque el problema estriba en que el rey sirve, precisamente, para encarnar la institución, para individualizarla, para corporalizarla. El presidente del Gobierno no encarna al gobierno: simplemente lo preside. Un mal presidente no condena al poder ejecutivo a un descrédito irreparable; un soberano, especialmente en una monarquía constitucional y parlamentaria, puede arruinar definitivamente el trono y conducirlo a una aguda crisis de legitimación, que es precisamente lo que parece a punto de ocurrir.

José Antonio Zarzalejos ha insistido en un libro interesante y riguroso (Un Rey en la adversidad) que el principal adversario de Felipe VI es su padre. Juan Carlos I derrochó un extraordinario crédito político nacional e internacional por el ansioso empecinamiento de convertirse en un multimillonario y hacer su (soberana) voluntad pisoteando cualquier decoro, cualquier prudencia, cualquier sentido del deber. Especialmente en la segunda mitad de su reinado confundió sistemáticamente inmunidad con impunidad. Si finalmente se sustancia –en un tribunal español o extranjero– una querella criminal o una denuncia contra Juan Carlos I, no digamos si es detenido, las posibilidades de supervivencia de la monarquía española se reducirán drásticamente porque ya no bastará con que el Emérito se haya instalado a 8.000 kilómetros de distancia. Por paradójico que resulte que el rey mejor preparado para cumplir sus funciones constitucionales –Felipe VI– pueda perder la Corona, solo existe una solución razonable a medio plazo: convocar un referéndum sobre la continuidad de la monarquía y según el resultado abrir un proceso constituyente hacia la república, o no. La erosión de la legitimidad es tan imparable que solo la evidencia de un apoyo popular suficiente puede evitar la ruina del edificio institucional. Por supuesto, un servidor votaría por la monarquía parlamentaria. Mientras tanto no estaría mal que una ley orgánica regulara un desarrollo ordenado, preciso y transparente del título II de la Constitución. Si es que al PSOE y al PP les interesa que la actual Constitución siga vigente –sometida a las reformas imprescindibles– en los próximos cuarenta años.

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