El otoño que se avecina no trae buenas noticias en materia de vivienda. Cuando los socios del Gobierno que preside Pedro Sánchez todavía andan embarrancados en la aprobación de una ley, debido básicamente a la falta de acuerdo sobre la limitación de precios, las primeras alarmas apuntan a un incremento de los desahucios en el corto y medio plazo si el Estado deja caer el actual blindaje social, que expira el 31 de octubre, y que fue creado para evitar los desahucios como conciencia de la brutal crisis económica desatada por la pandemia. En el Archipiélago, el Gobierno de Canarias ya anunció a comienzos del verano ante la comisión de Obras Públicas, Transportes y Vivienda del Parlamento regional que tiene preparado un decreto ley para actuar si fuera preciso, o sea, si la situación económica dispara los desahucios y se hace necesario evitarlos. Bueno sería que se fuera ya recuperando y engrasando esa norma. Todo apunta a que va a ser precisa su aplicación.

Si la tendencia general durante el primer año de pandemia fue frenar los desahucios, mediante moratorias e incluso debido al parón de la actividad judicial durante el confinamiento, ahora se está detectando una reanudación de los procedimientos que podría llevar al primer repunte de desalojos de viviendas desde 2015. El desahucio es el último capítulo, y el más dramático, de un procedimiento por impago (de hipoteca o alquiler) que suele ser largo y desgastador. Es largo porque la ley y las administraciones ofrecen diferentes plazos y mecanismos a los afectados para intentar detener o posponer ese desenlace, aunque, como lamentablemente vemos con más frecuencia de la deseable, esto no siempre es posible. Lo que permite vaticinar un aumento de desahucios (o lo que en términos jurídicos se define como lanzamientos) es el incremento de los embargos, que es el paso previo a todo este proceso.

Entre abril y junio, las ejecuciones hipotecarias sobre viviendas de personas físicas en España se multiplicaron por 3,5 hasta alcanzar los 3.243 en el caso de las primeras residencias (el 1% más que el trimestre anterior y el 253% más que el mismo periodo de 2020). Una preocupante curva ascendente. Lo mismo ocurre en Canarias donde las ejecuciones hipotecarias se multiplicaron en el segundo trimestre de 2021 por 9 si se compara con el mismo periodo de 2020. En concreto, se inscribieron un total de 485 fincas para su ejecución en las Islas, de las que 230 eran viviendas: 156 de personas físicas y 74 de personas jurídicas. En el mismo periodo de 2020 las ejecuciones fueron 54, con 45 viviendas, 16 de personas físicas y 29 de jurídicas. La cifra de este trimestre de 2021, en cambio, está por debajo de la del mismo periodo de 2019, antes de la pandemia, cuando las ejecuciones fueron 507, 273 en viviendas (89 de personas físicas y 184 jurídicas). Con el matiz de que las que afectan a vecinos concretos a personas jurídicas son 156 este año frente a 16 en 2020 y 89 en 2019. El dato deja entrever lo que está ocurriendo y lo que viene.

Claro está que un embargo no tiene por qué acabar en desahucio, pero obliga a actuar con celeridad antes de agotar el plazo sin haber ofrecido una alternativa al afectado. Siendo justos, no se puede acusar a los diferentes gobiernos de no haber actuado para intentar solventar este problema: el Ejecutivo de Pedro Sánchez amplió hasta 2024 la moratoria que impide los desahucios hipotecarios a ciertos colectivos, y lo extendió a nuevos beneficiarios, y también prohibió los desahucios del alquiler hasta el próximo 31 de octubre. En esta misma situación se encuentra Canarias y es conocido que las distintas administraciones hacen un esfuerzo para pagar el alquiler de familias vulnerables a punto de ser desalojadas y destinan también importantes recursos a la crisis habitacional. Sin embargo, el goteo de casos no se detiene.

En estas mismas páginas les hemos contado el caso del desalojo de Cristóbal Rodríguez, un vecino de 77 años, que vive en un garaje de un barrio de Telde y que debe abandonar sin que nadie le dé una alternativa pese al predisposición de su casero a encontrar soluciones. Esta persona, con problemas de respiración, que le obligan a estar conectado a un aparato las 24 horas del día, ha solicitado auxilio para pagar el alquiler, pues la ayuda de tres meses que le concedió la administración local expiró en agosto. Con su pensión no contributiva de 400 euros no puede permitirse pagar la renta del local en el que habita tras el cierre del albergue de Jinámar a causa de la pandemia, los gastos de luz y agua y la comida.

Es solo un ejemplo. Es otro de esos casos en los que el arrope de la solidaridad vecinal no es suficiente. Se trata de situaciones en las que no puede dejarse a la buena voluntad de la ciudadanía la solución de un problema que merece una actuación más contundente por parte de los poderes públicos. Valgan dos datos para mostrar que la respuesta se está quedando corta: en el caso de las hipotecas, las moratorias solo han alcanzado un 10% del volumen del crédito en vigor y sus plazos son insuficientes, lamenta la asociación de usuarios de banca Adicae; y por toda la región hay familias en lista de espera para acceder a una ayuda habitacional. No se trata solo de que es pronto para retirar el escudo social (una nueva ampliación de las moratorias sería una buena opción o la puesta en marcha del decreto ley que Canarias tiene preparado) sino que, en el caso de la vivienda, llueve sobre mojado. Además de soluciones inmediatas, es precisa una ley de vivienda nacional con su consiguiente traslación a la comunidad autónoma y adaptación a las singularidades isleñas que ponga orden en un tema que no es solo una cuestión de mercado sino también un derecho reconocido por la Constitución.