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Myriam Z. Albéniz

Desde la sala

Myriam Z. Albéniz

La ignorancia como valor social

La investigadora canadiense Catherine L’Ecuyer, doctora en Educación y Psicología, acaba de publicar nuevo libro, Conversaciones con mi maestra. Dudas y certezas sobre la educación (Espasa), donde desmonta muchos tópicos sobre la escuela actual. Una de sus afirmaciones más polémicas es que la ignorancia se está convirtiendo en un valor social. Abundando en sus manifestaciones, que sin duda comparto, he de decir que por suerte o por desgracia, ya tengo edad suficiente para establecer una comparativa entre mi época escolar en la década de los setenta y la de mis hijos, que cursaron sus estudios entrado ya el siglo XXI.

Con apenas cinco años acudí al colegio por primera vez y a lo largo de trece cursos fui destinataria de un modelo educativo que, además de incidir en la importancia del conocimiento, aspiraba como objetivo principal a inculcar una serie de valores imprescindibles para la formación de la persona, como el esfuerzo, la responsabilidad y el respeto. Recuerdo con claridad que nuestros temarios eran más extensos y que nos obligaban a leer libros completos en vez de la exigua selección de textos de hoy en día. Tampoco existía este afán por el localismo reduccionista y la cultura general que adquirimos era justamente eso, general, e incomparablemente más amplia.

Como posterior testigo de primera mano de la evolución de mis propios vástagos, siempre me ha llenado de perplejidad comprobar cómo las cabezas pensantes de los sucesivos Ministerios de Educación del último cuarto de siglo se empeñan en inventar la pólvora cuando, salvo casos excepcionales, la lógica se impone: si estudias, apruebas y si no estudias, suspendes. En mi época no se progresaba adecuadamente ni se necesitaba mejorar. Los profesores calificaban los exámenes del 0 al 10, con lo que facilitaban tanto al alumnado como a las familias la comprensión del mensaje recibido. De este modo, se ponían de manifiesto las mejores capacidades o habilidades para enfrentarnos a determinadas materias y, con datos objetivos, era posible decidirnos con ciertas garantías por un futuro científico, humanístico o de otra índole.

De más está decir que las malas notas no eran motivo suficiente para acudir a la consulta de un psicoterapeuta: la temida bronca casera se revelaba como la más eficaz de las terapias. Los padres y madres apenas frecuentaban los colegios, ya que no se estilaban las reuniones de principio de curso, ni las entregas de notas en mano, ni las horas de tutoría obligatoria. En compensación, los maestros se alzaban como referentes cuya autoridad rara vez se cuestionaba. Sin embargo, el docente es en la actualidad uno de los colectivos con un incremento superior de bajas por enfermedad laboral y un considerable número de sus integrantes han perdido la ilusión por el desempeño de una profesión eminentemente vocacional, sintiéndose inermes para enfrentarse, por un lado, al aumento de faltas de comportamiento de niños y adolescentes y, por otro, a reclamaciones paternas a menudo extemporáneas y carentes de fundamento.

En resumen, resulta más que decepcionante comprobar que los responsables de estas innovadoras políticas educativas hayan decidido que las presentes generaciones se igualen por lo bajo, de tal manera que quienes se esfuerzan, poseen talento y ganas de aprender se ven sin apenas alicientes al constatar que otros compañeros y compañeras de pupitre, gracias a los novedosos criterios de calificación de los centros escolares, obtienen con una mínima dedicación al estudio réditos muy similares a los suyos. Aspirar a la excelencia se contempla, en el mejor de los casos, como una utopía y, en el peor, como la pretensión de cuatro nostálgicos pasados de moda. Ciertamente, el lamentable puesto que, en un ámbito tan trascendental, ocupa nuestro país a nivel internacional, debería mover a una profunda reflexión y, acto seguido, a tomar medidas con urgencia y a la luz del mayor consenso político, siquiera porque la formación educativa y cultural de quienes nos van a suceder está en juego. Y porque el futuro de nuestro país recae sobre sus hombros.

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