A una semana de la erupción de La Palma y sus efectos sobre la población a nadie se le ocurre sobrevalorar el espectáculo volcánico frente al drama humano. Las coladas de lava expulsadas por el volcán, ubicado en Cabeza de Vaca, dejan tras de sí la destrucción del modo de vida palmero: casas familiares con sus pequeñas tierras; plantaciones agrícolas; viviendas turísticas; infraestructuras para el riego; carreteras principales y secundarias; servicios básicos para el alumbrado y el agua potable; telefonía e internet. Un inventario de calamidades cuyo efecto va más allá de los núcleos poblacionales afectados, al situarnos frente a un panorama interconectado, como no podía ser de otra manera en una isla. Una imbricación que nos traslada al reto de idear una reconstrucción en un espacio con personalidad propia: desde un suelo de crecimiento limitado a una sociedad con dependencia extrema del exterior, pasando por una economía agrícola muy familiar y un sector turístico vacacional basado en la excelencia paisajística, por citar sólo algunas de sus peculiaridades.

Nadie se atreve a poner punto y final a la erupción, un objetivo, no obstante, al que no renuncian los científicos destacados en el lugar, como tampoco a establecer si la lava llegará o no al mar. La erupción pone a prueba la precisión de los conocimientos vulcanológicos, imprescindibles para una mejor eficacia del operativo de emergencias que protege a la población. La ciencia es trascendental para saber qué nos depara las entrañas de la tierra, pero por encima de ella está la crisis en mayúsculas, las miles de personas desalojadas de sus casas.

El Gobierno de Canarias y las instituciones locales deben proporcionar a los damnificados la asistencia necesaria para la vida diaria, no sólo para la subsistencia, sino también para la aceleración de los trámites para cobrar sus indemnizaciones y ayudas. La vida de muchos palmeros ha quedado en suspenso con la pérdida de sus residencias y bienes más preciados, un golpe que los ha sumido en la desmoralización y depresión. Los servicios sociales, el trabajo organizado de los expertos, constituye ahora mismo el remedio más deseable para un pueblo que ha quedado bajo shock, impactado por la fuerza destructiva de la naturaleza.

El Archipiélago canario se encuentra ante una situación sin precedentes, al menos en lo que se refiere a su etapa más reciente. El fenómeno eruptivo de La Palma no puede ser abordado desde la improvisación, requiere coordinación, voluntad política, protagonismo cero, análisis multidisciplinares y visión de futuro. Todo ello, por otra parte, sería inútil sin una cuidada sensibilidad con el modelo de vida de los palmeros, cuyos rasgos vinculados a la ruralidad no pueden ser obviados a la hora de darles alojamientos alternativos a la espera de los definitivos.

La situación es de una urgencia extrema y la búsqueda de soluciones no se puede dilatar en el tiempo, una premura que no debería ser sinónimo de desinformación ni tampoco de medidas drásticas que agravarían el disgusto de las miles de vecinos desplazados de lo que han sido sus vidas durante décadas.

Aún es muy pronto para recolectar lecciones sobre el episodio vulcanológico que se desarrolla sin pausa, pero algunas son tan evidentes que no cabe solaparlas. Canarias, unas islas más que otras, es un territorio sensible a las erupciones, como bien demuestra un historial que se remonta siglos atrás. No todas han sido iguales en su grado de destrucción: las últimas -Teneguía y El Hierro- no resultaron dañinas, incomparables con las que estamos viviendo.

La nueva experiencia demuestra que la monitorización de los volcanes canarios debe estar al día, al igual que la transmisión de datos entre los organismos isleños, peninsulares e internacionales. El estudio de la materia en sus vertientes diferenciadas no puede quedarse atrás en los planes universitarios. La precisión científica no evita los efectos devastadores, si bien es fundamental para alertar y evitar desgracias humanas.

A la vez que las lenguas de lava siguen sembrando la calamidad a su paso urge plantearse interrogantes sobre el futuro de localidades como El Paraíso o Todoque, invadidas por la soledad del desastre. Canarias debe explorar con una perspectiva amplia, desde las tendencias más actuales, qué tipo de hábitat va a ofrecer a la población desplazada, tanto a las que se han quedado sin casa como a las que han visto sus terrenos agrícolas inutilizados. La Palma, tras la desgracia, debería erigirse como un laboratorio de sostenibilidad, con una arquitectura y un urbanismo que conecte con las demandas para frenar el cambio climático.

Una altura de miras, acorde con la trayectoria de la isla bonita, que debe impregnar también a la protección del paisaje que emerge tras la erupción, cuya utilidad turística es indudable, y del que tampoco es descartable algún uso agrícola como ha ocurrido en otras circunstancias eruptivas.

Queda por delante una labor ardua para la que representantes políticos de todo signo -algunos de ellos sobre el terreno- se han comprometido, e incluso con la promesa de evitar -veremos a ver si se cumple- polémicas estériles y anteponer el interés de los palmeros. Estos ciudadanos insulares manifiestan en voz alta sus dudas de que la atención que reciben ahora se mantenga en el tiempo. A los reyes de España les han trasladado el mensaje de «no se olviden de nosotros» una vez que la intensidad informativa que hay sobre la isla se difumine. La desilusión o la decepción sería un segundo mazazo, atroz para todos, pero sobre todo para los mayores que al ver caer sus casas dan por cerrada la posibilidad de cualquier otra oportunidad para rehacer sus biografías.

Los palmeros mantienen la esperanza de que los políticos no los van a defraudar y que serán ellos los que les conseguirán el modelo de vida más parecido al que acaban de perder. Al igual que ha ocurrido con otras catástrofes, vuelve a estar en juego la credibilidad. La mayor solidaridad es que todos los canarios nos mantengamos atentos a que se cumplan las promesas.