La Provincia - Diario de Las Palmas

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Juan Cruz Ruiz

Testigo de calle

Juan Cruz Ruiz

La Palma tan cerca del cielo y de la mar y de la tierra y de la vida

Un suspiro de dolor en el corazón, una herida roja, una mano negra abrazando la tierra, tragándosela, cientos, miles de personas, en la isla, en el archipiélago, en el mundo, observando el estupor de la amenaza y de la pérdida, hasta que resulta imperiosa esa lengua penetrando en las huertas, derruyendo esperanzas e historias, avanzando hacia el mar con la fuerza descomunal de su ruido. El sonido sinfín de esa maquinaria que tiene el fuego para expresar su poderío, los gritos representando cada vez más la desesperación y el miedo, la tiniebla en la que queda la voz de los que sufren la privación de lo que han tenido. Cuadros, muebles, fotografías, almanaques de la vida en los que iban anotando sus días o sus esperanzas, los ahorros, las plantas, los frutos de la tierra, la lentitud del pasado se acelera de pronto y todo es fuego, la oscuridad roja, el infinito en que se convierte la sensación de haberlo perdido todo, de quedarse sin preguntas o esperanza.

Una mano señalando el lugar en el que vivieron los hombres, las mujeres, los niños, las palomas, los perros que cesaron de aullar, los recuerdos haciéndose cenizas pero volviendo en forma de interrogación al cerebro sin lógica en el que empiezan a amanecer las palabras incoherentes con las que las personas expresamos el silencio que hay dentro de la desolación. Da comienzo, en los alrededores de las casas perdidas, la peregrinación por recuperar lo que podría dejar de existir si no llegas pronto, pero la tapia de la realidad aconseja paciencia, las personas posponen la tristeza hasta que hacen recuento, y entonces ya todo es mucho más que la pérdida de algunos objetos, de ciertos libros, de las cartas que un día enviaron el abuelo cubano o el tío venezolano, los billetes viejos que se quedaron en la casa para recuperar a veces la experiencia del pasado; y al final un coche acelera y lleva lejos del fuego a quienes ven crecer la llama como el rugido de un animal prehistórico que se alza, gris y rojo, hacia el cielo.

Vivir es la parte de dentro de una esperanza, y ésta no se quema del todo mientras hay vida, ésta está a salvo, ¿y las ilusiones? El recuerdo de los que tienen los años propios para esta memoria atrae en seguida lo que pasó con el Teneguía, aquella lengua de fuego, cuando leíamos por cierto aquel Todos los fuegos el fuego de Julio Cortázar, que crecía como el humo rojo que ahora volvemos a ver. Nadie puede recordar ya los fuegos del Teide, aunque tenga presente Timanfaya, donde Susan Sontag veía freír huevos sobre la lava, pero muchos tienen presente, y lo dicen, lo que pasó en el Teneguía, 1971, España era gris ceniza, y de pronto por La Palma lo fue el cielo también, al estupor siguió el asombro, y poco a poco aquello se amortiguó, la lava se hizo tierra y renacieron las plantas y las flores, y por ahí, por lo que fue fuego, volvieron a pastar las vacas y a piar las gallinas y a florecer, con fuerza, las plantaciones, bendecidas por los efectos de lo que en su momento pareció desgracia o destrucción.

Pero cuando pasan las cosas, cuando el fuego deslumbra y entristece, los recuerdos se quedan en su sitio, y el drama que ocurre es lo que ocurre. No es toda la isla la que arde, naturalmente, pero fuera de La Palma, en las voces desavisadas de la tele, con la voluntad de achicar o de abarcar sin tino de la prisa, parece que ya no queda sino ceniza sobre el suelo, y es acaso ese error de apreciación, esa simplificación peninsular la mejor metáfora de lo que pasa. La Palma es en este momento toda la isla ardiendo, pues arden ilusiones compartidas, haciendas que son de otros pero que se consideran de cada uno de los isleños, de la propia isla y del resto del Archipiélago, como una llama que va subiendo del corazón de los coterráneos de esta singular especie de los continentes que es un archipiélago. Las imágenes de las televisiones, que han venido haciendo el oficio tan bendito como el del resto de los periodismos, haciendo caso omiso de esa prensa del corazón que derrama, alcahueta, su baba de sensacionalismo cursi, cuentan al milímetro el tamaño del horror y también la persistencia humana de la esperanza.

Abrazar La Palma es una tarea del corazón y de los ánimos. Por el cielo circula ese poema de humo, y desde el fondo de la tierra amanece, sin remedio, el ronquido de mar que tiene el acontecimiento. No hay nada que se parezca a ese grito animal, acompasado; a veces la cadencia del rumor que devasta y arruina la tierra se asemeja al del mar que busca. Se dice que es una isla joven, por eso ruge, pero aparte de la edad de la tierra que un día sobresalió del océano, y de otros datos de la sismografía, lo que hay, lo que sigue habiendo, lo que habrá siempre es la isla que contiene estos rumores y esos gritos y esos llantos con los que las personas se han ido despidiendo de sus casas, de las fotos de los abuelos que aún tuvieron tiempo de ver rugir el Teneguía.

Llanto por La Palma, esperanza de la vida y de la tierra y del cielo, y ver de nuevo, besarla, sentirla cerca, correr por ella con Elsa, con Isa, con Celestino, con Jerónimo, con Abdo, con Pilar y con Manolo, con Malula, con Mauro, con los niños, con los nietos de los abuelos que aun no han nacido para ver de nuevo la isla sin fuego, sin ceniza, con paz, amor y alegría.

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