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Lucas López

Punto de vista

Lucas López

La derrota de Dios

A la mañana, antes de que se reactivara el ritmo y la potencia explosiva del volcán, bajo a Santa Cruz de La Palma para abordar algunos asuntos familiares. Es temprano, son apenas las ocho y me encuentro con un grupo de los equipos del Cabildo tomando un café junto al “césped”. Son amigos, los saludo. Nadie alcanza a esbozar una sonrisa. El agotamiento y la tristeza se muestran en todas las caras. “Gracias por lo que están haciendo. Es muy importante lo que están haciendo por nuestra gente”, les insisto. “Rezo por ustedes. Agradezco a Dios todo el esfuerzo que están haciendo. Pido que les dé fuerzas y sabiduría. Gracias”. Me agradecen la oración. “¿Pondrá Dios su mano?”, me pregunta un amigo querido desde hace años. “No podemos con la bestia”, me dice.

La bestia ha expulsado de su casa a mucha gente. La mayoría encuentra alojo provisional en casas de sus parientes y amigos. La ola de solidaridad nos llena. También Alberto, amigo querido, párroco de Todoque, que acoge en su casa a algunas de las personas afectadas, tiene que desalojar la parroquia. Un periodista de El Mundo fotografió el momento: el crucifijo en la camioneta para alejarse de una colada de lava que amenaza con comerse el barrio y, con él, su templo parroquial. Esa imagen del Cristo parece contradecir la idea del Dios Todopoderoso que para la tormenta o que desvía, por qué no, el curso de la colada. Recuerdo cómo en casa nos contaban que cuando el volcán de San Juan, la ermita de San Nicolás se salvó, porque, supuestamente, Dios puso su mano cuando la lava se dirigía hacia el templo. La colada se bifurcó dejando a salvo el lugar sagrado. No es una historia peculiar de La Palma. Timanfaya, que amenazó al municipio de Tinajo entre 1730 y 1736 se salvó también, porque la Virgen puso su mano.

Ni Dios es más débil que entonces ni la Virgen tiene menos misericordia en la actualidad. Sin embargo, resulta muy chocante e injusto considerar a un Dios que permite que la lava devore las casas de las familias o el colegio de la zona y, en cambio, protege el lugar de culto deteniendo el río de fuego. Desde la modernidad, una parte de la teología, que lleva el nombre de teodicea, intenta justificar ese modo de actuar de Dios. En 1755, la tierra tembló a unos trescientos kilómetros de Lisboa. Fue en la fiesta de Todos los Santos. El temblor, las velas de la festividad de difuntos, los incendios que sucedieron y el impresionante maremoto provocaron la muerte de más de un tercio de los habitantes. Algunos de los teólogos y filósofos más relevantes explicaron el suceso como una actuación de Dios con carácter punitivo contra una de las ciudades más ricas y corruptas de Europa. El enfrentamiento entre Leibniz, convencido de que vivíamos en un mundo metafísicamente perfecto, y Voltaire, que escribió su “Cándido” como ironía frente al mismo, simboliza el choque de perspectivas. Pero, probablemente, Dios no necesita ninguna justificación.

Nuestra ciencia no consigue resolver todos los enigmas que plantea la erupción de un volcán. Nos resulta casi imposible determinar el lugar de la erupción, prever su potencia y comportamiento o su duración. Sin embargo, esos enigmas se pueden abordar con la ciencia que nos da una hipótesis cada vez más acertada y precisa. Pero, más allá de esos enigmas, está el misterio de la fragilidad de nuestra vida. Probablemente, el problema de los filósofos y teólogos de la Ilustración, y de quienes hoy se comportan igual, está en la convicción de que Dios necesita algún tipo de justificación y que esta debe hacerse con el propio razonamiento ilustrado con el que se abordan los enigmas.

Por supuesto, el misterio de Dios hace ilegítima cualquier burla sobre la experiencia de fe de quienes hacen rogativas, pidiendo que la Virgen pare el volcán o proteja su casa. Para la fe cristiana, Dios es un Misterio de Luz y de Amor, y siempre cabe acudir a Él esperando la gracia para afrontar las situaciones históricas que nos toca vivir: el volcán o la Covid. Pero ese mismo Misterio (que pongo con mayúsculas) también desautoriza, como el Dios de Job, a quienes pretenden defenderlo o explicarlo con argumentos filosóficos. Sin embargo, ese Misterio vivido en la fe habla de un Dios historizado (encarnado) y crucificado, que nos llama a un seguimiento concreto: vivir con Él y como Él, a su modo. Y eso consiste en reconocerlo nuevamente encarnado en todo crucificado y afrontar con coherencia que debemos “aprojimarnos” a quienes quedan en las cunetas de la historia y la vida. Así, la espiritualidad aparece como el camino de vida ante la inutilidad de cualquier teodicea.

A mitad del siglo XV, el aventurero Guillén Peraza murió en la acción bélica con la que intentó conquistar la isla de La Palma. Su muerte fue cantada en una bella endecha que formulaba una maldición sobre la isla: “No eres palma, eres retama / Eres ciprés de triste rama / Eres desdicha, desdicha mala / Tus campos rompan tristes volcanes / No vean placeres sino pesares / Cubran tus flores los arenales”. No creo que la maldición sea efectiva sobre nuestra isla y nuestra historia, pero sí se que describe poéticamente el lugar donde vivimos. Somos hijos de los volcanes y vivimos aquí gracias a ellos. Su capacidad destructiva es también su capacidad constructiva. Nos toca estudiar con la mayor precisión posible sus mecanismos y tratar de aprender cuáles son técnicamente los mejores comportamientos ante su amenaza. También se nos invita a reconocer su misterio como parte del gran Misterio de nuestra existencia y, desde la fe, afrontar con la oración y el compromiso, con el agradecimiento y el llanto, con nuestra inteligencia y nuestro corazón toda nuestra realidad, también los daños que sufrimos cuando un volcán asalta nuestras seguridades y nos muestra mucho más débiles de lo que habíamos llegado a suponer.

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