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Las PEGI no son los padres

No es erróneo afirmar que el sector del videojuego ha crecido de forma exponencial en los últimos años, siendo además la pandemia, uno de los principales factores que “armonizaron” y acostumbraron a nuestra sociedad a utilizar este recurso tecnológico como un nuevo medio de ocio y socialización.

Quizás, para los usuarios gamers como yo, esto podría tratarse como una noticia positiva para la industria que mejorará y facilitará el futuro de los videojuegos, pero mi lado profesional como educador, genera otro tipo de inquietudes frente a este crecimiento.

Antes de la pandemia, era común encontrar, entre los docentes y los familiares de los alumnos, una gran bolsa de quejas y necesidades relacionadas con los videojuegos: gran parte del alumnado afectado manifestaba una falta de concentración en los estudios; otros eran capaces de ser potencialmente adictos; y, en los casos más extremos, presentaban actitudes agresivas ante el resto de personas.

Muchos de nosotros, pobremente, achacaríamos de forma reiterada que la culpa de estas actitudes la tiene la tendencia de los videojuegos a ser cada vez más violentos para los más pequeños, pero, ¿son los videojuegos cada vez más agresivos, o los adultos que compran los videojuegos más permisivos?

Es cierto que la industria del videojuego se centra cada vez más en un público adulto o con una mayor aceptación de la violencia, pero hay que destacar que la principal responsabilidad no es de la industria, sino de los encargados del menor y de aquel que los educa. Las normas PEGI o las Pan European Game Information son una de las primeras herramientas esenciales que debemos tener en cuenta a la hora de elegir un juego nuevo para ellos. Esta normativa adoptada por diversos territorios europeos desde 2003 fue desarrollada con la intención de clasificar el contenido de los videojuegos y así poder permitir su libre comercio por el continente. Cabe destacar que cualquier normativa que influya sobre un videojuego, es probable que afecte indirectamente a su formato competitivo, que son los conocidos esports o deportes electrónicos, con millones de seguidores principalmente a través de plataformas como Twitch, aunque en las competiciones, quien tiene el control son los publishers, es decir, los propietarios del videojuego.

Entre las principales características de esta normativa se encuentran la violencia, la discriminación, las drogas, o el sexo entre muchas otras categorías supervisables. Cada una de estas etiquetas, a su vez, presenta un rango de permisividad distinto, es decir, según qué tipo de contenido ofrezca el videojuego se recomendará para un público u otro. Por tanto, esta clasificación informa a los compradores sobre el producto que quieren adquirir. Como teoría, esto sería la “panacea” para los maniacos del control parental, pero ¿debemos únicamente atender a las normas PEGI?

A pesar de que exista este sistema, hay que tener en cuenta que las empresas de videojuegos conocen muy bien a su público, y pueden en cierta medida “esquivar” algunas de las normativas. La empresa creadora de Fortnite (Epic Games), uno de los videojuegos del momento, es un claro ejemplo de este aprovechamiento. Su objetivo principal consiste en eliminar con armas de fuego a otros jugadores que también pueden eliminarte a ti. Aunque pueda parecer divertido ver un plátano persiguiéndote con una pistola para matarte, la realidad es que se trata de un tipo de violencia que debe encender nuestra preocupación, mucho más cuando la edad recomendada es a partir de los 12 años. Sin embargo, la normativa PEGI excusa a este videojuego de la violencia que ejerce porque no muestra sangre o mutilaciones, ya que sus personajes son “dibujos animados” en un mundo de color y fantasía. También hay que tener en cuenta que jugar a videojuegos en el que haya algún tipo de violencia no va a generar un aumento directo de la agresividad de las personas en el mundo real siempre que se haya educado de forma adecuada, es por ello que los luchadores de boxeo, que es deporte olímpico, tampoco van por la calle pegando a la gente.

Quizás sea necesario cambiar el modelo, pero mientras esperamos el cambio, y con esta información en la mano, debemos ser responsables con nuestros niños. Corresponde a los centros educativos y a las familias controlar, ahora más que nunca, el contenido al que acceden los más pequeños para evitar males mayores.

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