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Myriam Z. Albéniz

Desde la sala

Myriam Z. Albéniz

Otra nueva oportunidad de dar las gracias a nuestro Ejército

Hasta hace apenas un lustro nunca había presenciado el desfile del Día de la Hispanidad en su integridad. Tan sólo me había detenido ante la pantalla del televisor unos breves minutos, sobre todo al inicio de la solemne ceremonia que incluye la llegada de la Familia Real y los primeros acordes de la emocionante «La muerte no es el final». Supongo que mi escasa adhesión a la causa monárquica, incrementada por el rechazo que me fue provocando la penosa evolución de Juan Carlos I de Borbón en sus últimos tiempos como Jefe del Estado, me había conducido a ello. Sin embargo, convine de pronto que dedicar noventa minutos de mi tiempo al Ejército y a la Guardia Civil de mi país era lo mínimo que podía hacer para darles las gracias por la impresionante, permanente y, a menudo, no reconocida labor que sus miembros desempeñan en favor de toda la ciudadanía, incluidos quienes les desprecian los trescientos sesenta y cinco días del año.

De hecho, me emociona hondamente la dignidad que exhibe el rey Felipe VI en el estrado, así como la ofrenda floral en memoria de los soldados que dieron su vida por España. Valoro asimismo el talante respetuoso y cordial con el que acostumbra a saludar a las autoridades y al numeroso público congregado en las inmediaciones. Me agrada constatar su impecable presencia, su perfecta educación y su admirable empeño en tender puentes entre los habitantes de una de las naciones más antiguas del mundo, incluidos aquellos que también a él le desprecian los trescientos sesenta y cinco días del año. De hecho, las habituales ausencias a este acto institucional siempre me han parecido actitudes propias de personas mediocres, maleducadas y mezquinas, incoherentes de palabra y de obra y, por encima de todo, ventajistas a la hora de aprovecharse de las atribuciones que les otorga ese mismo Estado de Derecho al que están dispuestos a torpedear sin remisión y que, paradójicamente, les habilita para ocupar los cargos que ostentan y para cobrar las nóminas y subvenciones con las que llenan sus neveras a diario. 

Prefiero centrar mi mirada en las presencias, las de esos cientos de mujeres y hombres que desfilan con sus mejores galas por el centro de Madrid orgullosos de servir a nuestra nación, valientes y dignos, sin alardes desmedidos ni estridencias fuera de lugar. Seres especiales dispuestos a afrontar la mutilación y la muerte por un sueldo que a muchos de los individuos que abren a diario los informativos a cuenta de sus desafíos institucionales o de sus atracos financieros les parecería de chiste, y con el que apenas abonarían el importe de una cena con final feliz. 

Conozco personalmente a varios militares y me une a ellos un afecto verdadero que dura ya décadas. Son madres y padres de familia que han dado lo mejor de sí mismos en Bosnia, Afganistán o Mali, resignados a no ver a sus parejas ni a sus hijos en meses, y acostumbrados a transitar por los grandes infiernos de este mundo para que sus compatriotas conservemos nuestros pequeños paraísos cotidianos. Profesionales de la Paz que están listos para dejarse la piel en la defensa de los indefensos, para garantizar la seguridad nacional frente a todo tipo de terrorismo -incluidos los de Internet y la Yihad-, para preservar la libre circulación de personas y bienes por tierra, mar y aire, y para adiestrar en las misiones internacionales a las fuerzas locales de las zonas en conflicto. Personas de carne y hueso que han decidido voluntariamente servir al prójimo en nombre de la mejor acepción del concepto de Patria. La que, se vea afectada por una pandemia o por una erupción volcánica, ha de permanecer al margen de manipulaciones históricas y rencillas políticas. La que nos une, no la que nos separa. Que así sea. Feliz 12 de octubre.

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