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Juan Francisco Martín del Castillo

El único

Escribía Miguel Hernández que «ser libre es una cosa que sólo un hombre sabe» y hay momentos en la vida, en la suya como en la mía, en la de cualquiera, en los que las palabras del poeta se convierten en una verdad incontestable. Todo sucedió a la vuelta de Semana Santa, cuando menos se esperaba. El centro escolar recibía al alumnado, tras un período de descanso, y nada presagiaba lo que iba a ocurrir. Muy temprano, demasiado cerca de la entrada de los chicos y no muy lejos del recreo reparador, un integrante de Primero de la ESO, expulsado del aula por su profesor, vuelve a ingresar en el mismo espacio, pero con una clara intención, como así lo dejó de manifiesto a sus compañeros. El docente apenas tuvo tiempo de reaccionar, cuando, sorpresivamente, impactó sobre su cara el puño del alumno.

Este es el relato, grosso modo, de la agresión sufrida por un profesor en el ejercicio de su función. Los mecanismos administrativos fueron activados al instante y, en este sentido, la actuación de los organismos implicados también merece el mejor de los calificativos. Y, sin embargo, la sensación de desvalimiento, soledad y de impotencia aún hoy es perceptible en el rostro de cuantos compartieron docencia con el afectado, del que no se ofrece ningún dato para salvaguardar su identidad. Por empezar por algún sitio, esa misma jornada había convocada una importante reunión. Allí, por si alguno quedaba por enterarse, fue expuesto el caso, habida cuenta el alboroto formado, y se prosiguió con normalidad con el orden del día. Y es esta «normalidad» la que se quiere denunciar, la que, de alguna manera, acentuaba el sentimiento de indignación. Lo que había pasado no era normal en absoluto, por mucho que se hiciera fuerza en ese sentido. ¿Cómo puede normalizarse la excepcionalidad de la situación? ¿Cómo puede soterrarse la gravedad de una agresión bajo un procedimiento administrativo? ¿Dónde queda el orgullo profesional? ¿Dónde la dignidad del docente? Pero, para mi sorpresa, o quizás no tanto, somos nosotros, los propios profesores, los que hincamos la rodilla en tierra y soportamos el varapalo de la indignidad.

En la Comisión de Coordinación Pedagógica, que este es su nombre completo, se deciden muchas cosas, tantas como se debaten. El intercambio de ideas, posturas y reflexiones es constante, y es bueno que sea así, porque, de un modo u otro, manifiesta el sentir de una comunidad. Nada le es ajeno o, al menos, eso es lo que creía Felipe en su ingenuidad, y que conste que las canas ya plateaban sus sienes. Al llegar el último de los apartados del orden establecido, se abrió un turno de ruegos y preguntas. Y aquí está la clave de todo cuanto se lleva escrito. Los años han hecho de Felipe (nombre ficticio) un ser prudente, aunque de natural se muestra callado y reservado, y cuando ha de hacer uso de la palabra, procura aliarse con la concisión. Esperaba que alguien le relevara, pero no fue así. Tuvo que alzar la voz y hacer una pregunta, que, a partir de aquella fatídica hora, es la pregunta a secas. «¿Se tiene pensado hacer algo con respecto a la agresión sufrida por el compañero más allá de lo dispuesto por la normativa en vigor?». La respuesta, no por sabida, le causó menos tristeza, aunque no la vamos a revelar porque no son sus palabras, sino las de otro. En lo oculto de la conciencia, quedará el tenor de lo escuchado aquella mañana de abril de hace ya unos cuantos años. Sin embargo, lo peor no era eso. Fue el único de los allí sentados que interrogó por algo que ni las leyes, ni los reglamentos y aun las órdenes contemplan; algo que los profesores parecemos ignorar, aunque nos vaya la vida en ello. Esa cosa tan pequeña y a la vez tan grande que se llama dignidad.

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