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Martín Caicoya

Opinión

Martín Caicoya

Qué nos hace humanos

Desde la antigüedad, los pensadores se preocuparon por definir qué es el ser humano, qué lo distingue del resto de los animales. Conocida es la de Arístoteles: es un zoon politikon y a la vez un zoon logikon. Una definición que intriga, porque cada uno de esos epítetos que añade a la palabra zoon, animal, tiene un campo semántico amplio.

Los exégetas se preguntan qué quiso decir Aristóteles como hacen los jueces cuando interpretan las leyes. Pero, qué nos importa lo que quiso decir Aristóteles. Nos importa lo que nos puede decir, su potencial utilidad para entender, o definir, al ser humano.

La idea de animal político puede expresar que su ser se verifica en la polis, la ciudad. Ciudad que tenía, entre otras cosas, su constitución y otros artefactos que la ordenaban y distinguian de agrupaciones de humanos regidas por los lazos de familia y un poder no articulado. Humano en cuanto a que forma parte de una organización superior. Los otros serían salvajes, lo que permitiría su esclavización y su explotación como a los animales domésticos: con el cuidado justo para que sobrevivan y con los mismos lazos afectivos que con los otros animales. O interpretar politicon como ser social y por tanto que sólo cuando se cría entre humanos llega a serlo. Se reconoce de esa manera que nacemos con un cerebro que se conformará en el medio. Ese recién nacido será el resultado de las predisposiciones marcadas por su genes y su configuración dictada por el medio. Excluiría, por tanto, a los niños que se criaron entre lobos, ellos mismo no se consideraban humanos ¿Serían seres sociales los autistas? Más aún, ¿es un ser humano el anacoreta que se interna en el bosque y decide no tener más contacto con los otros, no usar nunca más la palabra para hablar?

Precisamente el otro término del binomio tiene que ver con ello: logos como palabra, o como pensamiento, o como razón. Para algunos, se es humano en cuanto se reflexiona, en cuanto sabe que lo es, que tiene conciencia de si. Para responder a esa pregunta, quién soy yo, emplea el artificio de la lengua. Si fuera la lengua lo que nos hace humanos, ¿qué pasa con los sordomudos de nacimiento? Está claro que también piensan. Lo hacen con la capacidad cerebral que hubiera dado lugar a la lengua. Lo sabemos porque cuando aprenden la de los signos se establece en las misma áreas cerebrales que la hablada, y si un azar neurológico los daña, un ictus por ejemplo, pierden esa capacidad. Son humanos con un logos distinto. Y ni ellos ni los otros dejan de serlo si sufren afasia.

El intento de definir al ser humano tiene mucho que ver con la pretensión de que somos otra cosa, algo diferente al resto de los seres vivos y necesitamos confirmarlo. Para los que creen que somos portadores de un alma inmortal, la respuesta está ahí.

No es válida para los no creyentes. Quizá es que la pregunta es impertinente. Lo dice Pascal: «¿Qué necesidad hay, por ejemplo, de explicar lo que se entiende por hombre?» Todo lo que nos separa y distingue de los otros seres vivos, nos une a ellos porque nos incluye en este fenómeno que es la vida: un continuo que se manifiesta en la singularidad de las especies. Nos creíamos los reyes de la creación dotados singularmente de memoria, inteligencia y voluntad. Hoy sabemos que hay animales que se reconocen en el espejo: saben con son ellos. También los hay con capacidad simbólica. Si sueñan es que en su cerebro durmiente se representan imágenes, percepciones, quién sabe si relatos caóticos como los nuestros.

No hay duda: el ser humano, como especie, se distingue de los otros. Eso no quiere decir que sea más perfecto. Porque no existe el concepto de perfección en biología y eso no existe porque a ella no le importa. La vida solo aspira, al parecer, a perpetuarse. Y en cada manifestación, sea un individuo o una especie, eso es lo que la mueve. La del H sapiens sapiens ha tenido mucho éxito: ya somos más de 7000 millones cuando éramos nos pocos hace solo 40000 años. Pero en ese éxito biológico puede estar nuestra perdición. Recordemos a los conejos que cuando todo les es favorable se reproducen sin cesar y en ese crecimiento está su sentencia de muerte. O las plagas de langostas que se extinguen depredando.

Nosotros creemos que sabemos más, que estamos al mando, que nuestra racionalidad, el logos, nos protege. Pero no hay duda de que la razón además de ser deficitaria, pocas veces guía nuestras decisiones. Hasta que no sintamos que el riesgo es inmediato, como el de Covid, no actuaremos. Esperemos que entonces no sea tarde.

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