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Myriam Z. Albéniz

Desde la sala

Myriam Z. Albéniz

Ser o no ser oveja del rebaño planetario

Gran Hermano», al margen de ser un basuriento programa televisivo que se presenta en dos versiones a cual más vomitiva (la VIP y la plebeya) y cuyos defensores han pretendido revestir de experimento sociológico de alto nivel, es, antes que nada y por encima de cualquier otra consideración, un personaje esencial de la novela de George Orwell «1984» que, salvo sorpresas, no habrán leído ninguno de los concursantes de la bazofia anterior. Se trata del fundador de un Partido que todo lo controla, y su denominación se utiliza frecuentemente para referirse a gobiernos autoritarios que vigilan excesivamente a su ciudadanía, así como al control sobre la información que esta ejerce. 

El caso es que, a cuenta de la reciente caída de WhatsApp, Facebook e Instagram me ha llamado la atención la sospechosa rapidez con la que el todopoderoso Mark Zuckerberg ha querido aclarar que nuestros datos siguen perfectamente a salvo y al margen de variaciones o manipulaciones. Y, será tal vez porque mi vida no es particularmente apasionante desde el punto de vista de los secretos y las mentiras, pero he de confesar que nunca me han gustado los espías, con independencia de que algunos de ellos (James Bond, Jason Bourne, el Super Agente 86) me hayan proporcionado grandes dosis de placer cinematográfico. Los deploro desde lo más hondo de mi ser porque el contenido de su trabajo me parece, como mínimo, discutible. Agitando la bandera del mal menor, se dedican a olfatear en los universos ajenos con la excusa de defender patrias e ideologías. Detrás de su apariencia a veces atractiva (Bond), a veces atormentada (Bourne), a veces torpe (Smart), se esconden unos tipos que perviven fiscalizando las actividades de terceras personas susceptibles de «portarse mal». Por supuesto, dentro de ese grupo estamos todas y cada una de las ovejas de este rebaño planetario, aunque a veces el mayor de nuestros pecados consista, simplemente, en no gestionar nuestros sentimientos, emociones y actos según el docto criterio de tan celosos vigilantes. 

Pues bien, abandonando ya el ámbito de la ficción y centrándome en el de la realidad -que siempre la supera-, me ha resultado inevitable recordar también a Edward Snowden, aquel joven informático estadounidense que puso en jaque a la Administración Obama merced a sus declaraciones sobre las prácticas del Gobierno norteamericano en lo tocante a unas filtraciones a través de Internet. Aún prófugo a día de hoy, ilustró al mundo de lo que el mundo ya se temía: que, por mor del progreso y de los supuestos avances tecnológicos, nuestra privacidad es ya cadáver por los siglos de los siglos. Sin embargo, amparados en estrategias antiterroristas de obligado cumplimiento, miles de sus colegas siguen dedicándose a día de hoy a bucear minuto a minuto en nuestra cotidianeidad, leyendo nuestros correos electrónicos, escuchando nuestras charlas telefónicas, cotejando nuestros análisis de orina y hasta constatando nuestras preferencias sexuales. De hecho, mientras escribo estas líneas, millones de terrícolas se estarán palpando por si descubren un microchip intradérmico en alguna parte de su anatomía. Yo, de momento, paso de palparme con ese fin. Me queda el consuelo de que, por ahora, nadie pueda entrometerse en mi mente, en mi alma ni en mi corazón sin mi permiso, más que nada porque son míos y sólo míos y, por lo tanto, los entrego a voluntad. Por lo pronto, este humilde aviso para despreciables navegantes del espionaje, ya sean profesionales o aficionados, conocidos o desconocidos, cercanos o lejanos, me llena de paz interior (casi tanta como la que experimenté durante las horas que duró este último apagón internáutico, que viví como una auténtica bendición). Ha de quedarles meridianamente claro que lo que yo piense, crea, recuerde, añore o sienta es materia reservada que compartiré o no cuando y con quien estime conveniente. Y, ya de paso, que ningún «Big Brother» podrá acceder a ella por ningún atajo. 

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