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Elizabeth López Caballero

El lápiz de la luna

Elizabeth López Caballero

Dejen en paz el aparato reproductor femenino

El otro día, mientras conducía, iba escuchando la radio y pensando «más de lo mismo» «más de lo mismo». Críticas entre políticos de diferentes partidos. Datos sobre el virus y su insistencia por quedarse a vivir entre –y en– nosotros. La subida del precio de la luz. «Tiempos difíciles», me dije. Ya había puesto el piloto automático mental del conductor cuando el locutor me sacó del marasmo. «El estado de Texas prohíbe el aborto», da igual si el embarazo es fruto de una violación o del incesto. Al bebé te lo quedas sí o sí. No voy a reproducir por aquí todos los improperios que solté de forma instintiva porque me han aconsejado que no escriba palabrotas en mis artículos… Obviamente, quienes decidieron esa nueva ley fue un puñado de hombres que no tienen que cargar nueve meses en su vientre con un bebé que no desean. Y no se trata de falta de humanidad, sino que no todas las mujeres deseamos ser madres ¡y no pasa nada por ello! Siempre he estado a favor del aborto y lo he expresado libremente, algo que ha hecho que el rechazo, tanto femenino como masculino, me caiga en la cara como mierda de paloma. A los quince años ya tuve claro que no quería ser madre. Y sí, me encantan los niños, pero no por ello tengo que tener hijos. ¿Por qué? Porque para mí la realización está en la ambición profesional y para otra mujer quizá en vivir sin responsabilidades y para otra en la religión y para otra en la ayuda humanitaria y para otra en la maternidad. Y todas las opciones están bien porque las elegimos desde la libertad y desde nuestro ser. Sin embargo, en las leyes antiabortistas siempre hay detrás una decisión falocéntrica unánime. Además de un castigo velado que viene a decir «¿Hiciste cosas sucias? Pues atente a las consecuencias», porque la sexualidad en la mujer no puede estar únicamente relacionada con el placer, sino, obviamente, con la reproducción. Después de escuchar la noticia la comenté con amigos, compañeros de trabajo y familiares. Hubo respuestas de todos los gustos. Algunos me dijeron que mirara a nuestras abuelas que trajeron al mundo hasta ocho hijos. También hicieron un símil entre aborto y asesinato. Entre aborto y egoísmo. Entre aborto y maldad. Y hubo quien dijo que dejaran en paz de una vez el aparato reproductor femenino. Como parecía que nada saciaba mi necesidad de entender, hablé con mi madre. Le pregunté abiertamente si ella cuando se casó, en mil novecientos setenta, con apenas veinte años, tenía claro que quería ser madre. Su respuesta me entristeció, y a la vez me dio esperanza. «Mira, mi hija, ustedes son lo mejor que me ha pasado en la vida, pero si yo hubiese tenido la opción de elegir, a lo mejor no hubiese tenido hijos y habría disfrutado más de mi juventud. Pero era lo que había que hacer. En aquellos tiempos no había otra opción. Por eso, mi hija, disfruta de la vida que pasa muy rápido». En aquellos tiempos no había otra opción, claro, y parece que en algunos lugares del primer mundo tampoco la hay. Me entristecí por ella, ojalá hubiese podido elegir. También me entristecí por su amiga, que estaba allí el día de la conversación y secundó las palabras de mi madre. Así que no generalicemos: no todas las mujeres, de épocas pasadas o del momento presente, consideran la maternidad como el principal motivo de felicidad. Cada mujer tiene derecho a soñar y a hacer con su útero lo que se le antoje. Para no acabar este artículo con pesimismo, habré de decir que, cuando unos países retroceden hasta el paleolítico, otros deciden avanzar hacia una sociedad mejor. La semana pasada una sentencia de la Suprema Corte de México aprobó el derecho a decidir de las mujeres y el aborto deja de ser un delito. ¡Qué paradoja! El anterior presidente americano andaba obsesionado con erigir un muro que separara a ambos países. ¿Querría salvaguardar a los tejanos de las ideas libertarias mexicanas? La realidad es que mientras los grilletes se abren para unas, se cierran para otras.

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