La Provincia - Diario de Las Palmas

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José María de Loma

Hacer tiempo

Siempre me ha hecho mucha gracia la expresión hacer tiempo. Como si pudiéramos fabricarlo a nuestro antojo. Ya me gustaría a mí hacer tiempo. Pienso todo esto mientras hago tiempo sosteniendo el móvil como si hablara con alguien. Me he bajado del taxi demasiado pronto. O mejor cabría decir que me he subido demasiado pronto. Aún faltan veinticinco minutos para que empiece el acto al que voy y me da apuro, fatiga, diría un castizo, llegar con tamaña antelación. Me da pudor tener que saludar a determinadas personas que sé que estarán. Aunque tal vez a esas personas les pasa lo mismo que a mí y están todas haciendo, fabricando, tiempo alrededor del edificio donde va a tener lugar el acto.

Quisiera adelantar el tiempo porque no hay un sitio cercano para tomar un café rápido, no hay un lugar por el que pasear y no tengo compañía. No es que el acto sea en el desierto, es que la ciudad es a veces así. El caso es que en lugar de simular que hablo con el móvil podría quedarme donde estoy, varado, parado, como una estatua. Pero temo que pase alguien que me conoce, camino del acto, y crea que no estoy en mis cabales. Ni en mi pedestal. Miro las nubes. Miro el reloj. Faltan 23 minutos aún y yo querría que quedaran solo tres, los justos para enfilar decidido la puerta, entrar con paso largo y buscar mi asiento. Claro que, si hago eso, si apuro tanto, tal vez alguien se haya sentado en mi asiento. El protocolo es una ley que muchos no cumplen.

No es menor la preocupación que se deriva de imaginar que me puedo estar perdiendo una conversación jugosa por no hacer tiempo en el amplio hall, donde a buen seguro ya hay congregados algunos de los asistentes. Llamo a alguien para hacer ver que soy un hombre muy ocupado, un hombre estatua pegado a un móvil. Es un amigo locuaz, solo tengo que decir qué tal y ya tengo asegurado un largo monólogo. Mientras lo oigo hago ciertos aspavientos, como si estuviera tratando un tema crucial. Soy un hombre ocupadísimo que llega puntual pero por los pelos a los actos. Pero claro, los aspavientos son para nadie. No hay nadie.

Empiezo a pensar que hay otra entrada o que todos van tarde o que el acto era a otra hora. Pero con las palabras de mi amigo, «espera, espera, que todavía no te he contado lo más fuerte», me desconcentro. Pasan los minutos. Y es entonces, justo cuando digo, «cállate ya un ratito, hombre», cuando pasan dos personas de mucha importancia que me oyen. Y me miran admirativamente. Entonces, cautivo de esa admiración, deseando mantenerla, opto por repetir la frase. Pero más alto: «Cállate un poquito ya, hombre». Enérgicamente. Soy un hombre de acción, que duda cabe. Una estatua asertiva. Un ejecutivo. Miro a estas dos personas de importancia y les lanzo una sonrisa cómplice. Pero lanzados van ellos hacia el acto. Ahora los imagino comentando en un corrillo, en el hall, hablando de mí. No veas, ese es un autoritario de cuidado, lo acabamos de oír dando voces. Y ya no sé si entrar.

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