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Myriam Z. Albéniz

Desde la sala

Myriam Z. Albéniz

«Sin Latín ni Griego, el mundo me da miedo»

Como enamorada de las Humanidades, siempre he alertado del error que entraña la pérdida de importancia que padecen en los sucesivos Planes de Enseñanza de nuestro país. A menudo se les tacha de conocimientos inútiles, cuando la realidad es justamente la contraria. Sin embargo, en estos momentos en los que el ejercicio de la política se sitúa a años luz de la ejemplaridad y la ciudadanía se debate entre la pasividad y la protesta callejera, la Literatura, el Arte y la Historia enriquecen la mente. Por ello, no profundizar en su saber supone un empobrecimiento colectivo que no nos podemos permitir, como tampoco el riesgo de la desaparición del Latín y el Griego.

Numerosos docentes de toda España se concentraron recientemente en defensa de sus materias en el ámbito escolar, al entender que las propuestas de currículo del actual Ministerio de Educación desprecian sus contenidos y no les asignan el suficiente número de horas lectivas. A su juicio, las últimas leyes educativas minusvaloran estos contenidos, pese a lo importantes que son para la formación de la persona, y los borradores de enseñanzas mínimas, lejos de fomentar una formación desde cimientos sólidos, promueven una preparación superficial, centrada en aspectos técnicos y profesionales. Por ello, no es de extrañar que corearan consignas como la que da título a mi artículo de opinión porque cuando, como es mi caso personal, has estudiado esas mal llamadas lenguas muertas, constatas la cantidad de razonamientos filosóficos, históricos y prácticos que aportan, ya que ambos saberes vertebran las sociedades occidentales y ayudan a darle un sentido a las comunidades, pues no se entiende una sociedad sin conocer de dónde procede. Asimismo, otro argumento no menor para su mantenimiento es la capacidad de oratoria y estilística que, sin duda, garantizan tales asignaturas.

Por lo que respecta a la Filosofía, constituye la puerta a la construcción de un pensamiento crítico, a la reflexión, a la argumentación y a la apertura mental. En definitiva, a la libertad. Ya la Unesco declaró hace muchísimos años la necesidad de su enseñanza y existen numerosos estudios que afirman que, gracias a ella, los alumnos también obtienen rendimientos superiores en otras asignaturas, como Lengua y Matemáticas. Además, ninguna otra disciplina les capacita para razonar y argumentar, les forma como personas con criterio para juzgar el bien y el mal y les orienta para distinguir lo justo de lo injusto. Y, dado que todo estudiante está llamado a abrir su mente, qué mejor manera de hacerlo que a través de una vía que les permita formularse preguntas, discutir conceptos y ampliar horizontes dentro de este mundo en el que vivimos, saturado de una inmediatez de la que es preciso distanciarse.

No se trata tan sólo de su formación académica sino, fundamentalmente, de su educación como mujeres y hombres que han de saber detectar y neutralizar las posverdades que nos invaden y que tan grave riesgo suponen para las democracias. Conviene, pues, tratar a la Filosofía no como una mera asignatura, sino como un modo de enfrentarse al poder y a los abusos que éste conlleva. Y, contrariamente a lo que pudiera pensarse, se torna hoy más necesaria que nunca para afrontar controvertidos debates que irrumpen con fuerza en ámbitos tales como la bioética, las redes sociales, la migración, la ecología y, por supuesto, el feminismo.

Me consta que fomentar el criterio en edades tempranas resulta una tarea complicada, pero la imperiosa necesidad de incluir estas herramientas dentro del horario lectivo para aprender a razonar las posturas que toda persona mantiene, tanto ideológica como afectivamente, está ahí y urge cubrirla. Tal vez así podamos recuperar ese ideal de ejemplaridad que se ha perdido, y que es el que nos exhorta a cada uno de nosotros a dignificar nuestra propia existencia y a producir, mientras vivamos, un impacto positivo en nuestro círculo de influencia.

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