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Juan Cruz Ruiz

Testigo de calle

Juan Cruz Ruiz

Miedo, costumbre y vértigo en tiempos de la pandemia

Aquel viernes de marzo habíamos ido a almorzar con el hombre al que más admiro, el filósofo Emilio Lledó, que vive en la calle O’Donnell de Madrid. La suya es una casa llena de libros, algunos de ellos viejísimas ediciones del Quijote así como otras obras muy queridas por él, sobre todo las que recogen el pensamiento de Platón. Esos han sido sus principales bastiones de aprendizaje, el Quijote y Platón, y con ellos en la mente y en la mano nos daba clases en las aulas viejas de la Universidad de La Laguna, donde estudiábamos con él los Fundamentos de la Filosofía y dónde él era uno de los profesores que gastaba tiza, entonces uno de los pocos materiales, aparte de los libros, a disposición de los maestros.

A él le pareció oportuno que ese día almorzáramos por el barrio por donde pasea, el Retiro, en una pizzería de su predilección entre los restaurantes en los que se encuentra, por la misma zona, con sus editores, con sus antiguos discípulos o con amigos nuevos o de antaño. Su conversación es sosegada y civil, pocas veces se altera don Emilio, porque todo lo que sucede y no le gusta él lo somete a la criba de la importancia, así que termina por considerar relevantes tres o cuatro cosas verdaderamente graves y a ellas dedica sus conversaciones. Ese día lo importante era encontrarse, conversar, como hicieron los griegos antiguos y como todavía hacen algunas tribus del mundo.

Ese viernes, además, su preocupación era qué le pasaba al tiempo, tan desapacible, como si trajera vientos que a la vez condujeran malas noticias. Las calles no sólo estaban desiertas, como atemorizadas, sino que parecía que el clima se iba a revirar en seguida, el aire daba vueltas y no lo veíamos, estábamos metidos en el aire, y este olía al alcanfor de las heridas.

De hecho, esas noticias que manejaba el viento de la actualidad venían volando de China. Y volando a una velocidad increíble, en forma de virus que eran rápidos como los malos augurios o como las maledicencias que hoy prosperan en las redes. Aun era tema de burla o de sarcasmo, como lo que sucede y no nos importa tanto. Don Emilio había vivido dos guerras, una en la que se mataron hermanos españoles cuando él era un muchacho en la adolescencia, y la otra fue la Segunda Guerra Mundial, que ya lo encontró como un joven ciudadano en edad de sufrir con otros el destino del mundo. Poco después de ese desastre universal en el que se convirtieron las ocurrencias de Hitler, él mismo fue a vivir, y a estudiar, a Alemania, donde redescubrió en las ruinas el horror que fue noticia y que ahora era la geografía, humana y física, descosida por la mano horrible de la metralla y las bombas.

El ambiente en Alemania, además, era el que sucede cuando se arrasa una cultura y se rompe la convivencia y se corrompen las mentes y, al fin, todo es desastre también en las calles y en las casas y en la vida común. Él tuvo noticia lejana, en la niñez, de lo que significó para sus padres y sus contemporáneos otra noticia parecida a ésta que venía, con sus patas húmedas, con sus aleteos de enfermedad terrible, desde la China que fue de Mao. Aun no era tiempo de confinamiento, pero ya se escuchaban latidos que en seguida fueron a la vez motivo de burla y de imitación: empezaba a escasear el papel higiénico y se acababan las frutas en las estanterías. Parecía de pronto que se iba a cerrar el mundo. No lo decíamos, pero al caer la tarde ya todos adquirimos, sin decirlo, la costumbre del miedo, como en las guerras.

Aquel viernes previo a que se llamara estado de alarma el estatuto por el que se iban a manejar nuestras vidas, se desataron, como en aquel título de Günter Grass, los rumores en forma de malos presagios, y cobraron sentido, como si constituyeran el aire que respiramos, los avisos de la ciencia: nos va a tocar a nosotros, el virus ya está bajo las puertas, no se sabe su destino y también se sospecha que nuestro destino se parecerá al de los italianos o chinos o alemanes que, en La Gomera, ya han sufrido la enfermedad como un ensayo mortal de lo que viene.

Tras el almuerzo dejamos a don Emilio en su casa, estaba escribiendo un libro que ahora se publica, sobre la amistad. Escribiendo ese libro nos ha ido enseñando la práctica de esa asignatura sin la cual vivir es una cárcel. Como si el tiempo fuera desatando una ventolera en la calle, todo se volaba al salir del restaurante, escaseaban los taxis, las personas que habían salido a comprar fruta o medicinas, aquellas que iban resguardándose de la ventolera, los que hallábamos en las aceras o en las entradas de las casas, todas parecían pálidas, marcadas por el temblor de un miedo que no se decía. Tuve el impulso, al llegar finalmente a mi casa, de llamar a don Emilio para comprobar que él sí estaba bien, que todo lo que yo sentía que estaba sucediendo alrededor eran suposiciones de asmático, miedos de adolescente que siempre regresan los viernes, cuando en esa edad tenías miedo al vacío de los sábados o al tedio insular de los domingos.

Don Emilio padecía también esa inquietud, que en mi caso se llamaba miedo. Él tenía la filosofía para explicar el relativo sosiego que lo habitaba, pues, por otra parte, él había vivido, en las distintas etapas de su vida, alertas numerosas, guerras verdaderas, amenazas y muertes, había incluso escuchado muy cerca los disparos letales que marcaron su infancia y las de sus compañeros de escuela, así como las de sus maestros, entre los cuales él siempre nos hablaba como un pilar de la enseñanza, y por tanto de la vida, de don Francisco, que los ponía a él y a los otros chicos a escribir sugerencias de las lecturas.

Semanas antes yo mismo había padecido una grave afección asmática que se tradujo pronto en bronconeumonía, causada en parte por la maldición llamada aire acondicionado, que puede ser letal en ciertos hoteles, y yo acababa de sufrir esos embates en el último viaje que había hecho por entonces a Guadalajara, México. Perdí la posibilidad de hablar y de escribir, de expresarme de cualquier modo, por la asfixia y por el miedo, hasta que el médico, alertado por mi mujer, le recetó que me administrara un médicamente que luego sería habitual en las noticias sobre los tratamientos contra el covid.

Covid todavía era una palabra extranjera con la que nosotros, los españoles, jugábamos como si fuera una amenaza que se iba a quedar en las puertas de los Pirineos. Desde que el Gobierno español le dio naturaleza de decisión política al confinamiento y ya el miedo nos puso a barajar en las casas cómo convertir en una costumbre el encierro, todos buscamos un modo de hacer de esa decisión drástica un nuevo modo de vida que dura hasta hoy. Y aun los clarines del miedo suenan y la sensación que aún se mantiene en mi conciencia y en mi cuerpo es que todavía es como aquella tarde de viernes en que almorzamos con don Emilio, pero la sociedad, también la nuestra, ha decidido que ya pasó todo y es tiempo de reiniciar, por decirlo del modo en que tituló sus memorias José Manuel Caballero Bonald, la costumbre de vivir.

En una entrevista que le hizo en medio de la pandemia don Emilio Lledó, desde su casa, hablando por el teléfono, me dio este titular: «Hay noticias del drama, pero no de lo que lo provoca». Aquel mediodía, en la calle desolada, en Madrid, cerca de su casa, fue la última vez que lo vi antes de que el miedo empezara a sonar como el silencio terrible de una pandemia.

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